Textos

Los Mártires de Chicago
(La tragedia de Chicago)
por Ricardo Mella


La historia y la farsa

      Dilatada y cruenta es la historia de las luchas sociales, y en ella cada continente, cada país, cada región del mundo tiene sus páginas nutridas con sus propios héroes y mártires, con su cuota de sangre y lágrimas. Pero hay en esa historia episodios que, por su significación, por sus perfiles ejemplares, por su influencia definitiva proyectada hacia el futuro, trascendieron todas las fronteras geográficas e idiomáticas, convirtiéndose en símbolo, en dinámico y vital símbolo para los hombres que han hecho de la conquista de la libertad el norte de su vida. Su recuerdo los conmueve y los enardece,  tonificando mágicamente sus esperanzas.

            Durante muchas décadas el 1o de Mayo tuvo esa virtud. Su recordación paralizaba las ciudades y concitaba en las calles a todos los trabajadores, para rendir homenaje a los mártires de Chicago y reafirmar, sobre todo, la verdadera significación de su sacrificio y la intención de su dramático mensaje, pronunciado con voces “más poderosas que la muerte”. Y en todas partes los sostenedores del régimen capitalista, herederos de ese histórico crimen, castigaron cada año con renovada represión el altivo y respetuoso homenaje de los trabajadores. No obstante, cada año, éstos volvían a las calles para reivindicar con más dignidad, con más respeto y corage, los ideales que habían llevado a la muerte a los ahorcados de Chicago.

            Pero lo que no pudo lograr ni la persecución ni el terror policial, lo consiguió una habilidosa, paciente y bien montada máquina de domesticación política y falsificación de la historia, cuyo exitoso propósito fue el de desvirtuar los orígenes del 1o de Mayo, diluir y convertir en anodino palabrerío sensiblero su significado de orientador ejemplo para los trabajadores, entregando a las jóvenes generaciones obreras una imagen grotesca de la fecha, convertida en carnavalesca celebración en la que explotadores y explotados confraternizan y brindando por  la convivencia pacífica a través de la conciliación de clases.

            En este plan estatal han colaborado magníficamente los sindicalistas burocráticos y neutros, los intelectuales aguados y “no comprometidos” y esa especie de artistas que ofrecen su histrionismo tanto como para un barrido como para un fregado.

            Es necesario que los jóvenes de hoy conozcan la  verdad sobre el 1o de Mayo. La verdad sobre quienes decidieron el crimen y los inconfesados móviles del mismo. La verdad sobre los hombres que fueron llevados al patíbulo y por qué se los llevó. Es necesario que los jóvenes adviertan la mentira y comprendan que el 1o de Mayo no es una simple fecha festiva en el almanaque, ni mucho menos un episodio que el tiempo ha devaluado porque las causas que los provocaron hayan perdido vigencia. Su gravitación continúa siendo invalorable en esta batalla de siglos por la libertad, la igualdad, la ayuda mutua, la solidaridad y desde la Comuna de París de 1871 en adelante, la emancipación social de los trabajadores.

I

Antecedentes de las luchas obreras
en los Estados Unidos de Norteamérica


         El movimiento obrero en favor de la reducción de la jornada de trabajo, comenzó en la América del Norte a principios del siglo. En los centros industriales de aquel extenso territorio, agitóse principalmente la clase trabajadora, siendo los constructores de edificios los primeros en iniciar el movimiento.

         Ya en 1803 y 1806, respectivamente, se organizaron los carpinteros de ribera y los carpinteros de construcciones urbanas de Nueva York. En 1832 se hizo en Boston la primera huelga en favor de las diez horas por los calafateadores y carpinteros, y aunque no tuvo resultados en aquella ciudad, ganáronla, en cambio los huelguistas de Nueva York y Filadelfia.

         El movimiento obrero adquirió gran incremento en 1840, a raíz de ser promulgada por el presidente de los Estados Unidos, Martín Van Buren, la jornada legal de las diez horas para todos los empleados del gobierno en las construcciones de la armada.

         De día en día fue haciéndose más consciente el movimiento obrero, y a la vez más revolucionario, que no en vano luchaban los trabajadores y adquirían de la realidad experiencias dolorosas.

         Un mitin en favor de las diez horas tuvo lugar en Pittsburgo, el 18 de junio de 1845, a consecuencia del cual se declararon en huelga más de 4,000 obreros, que resistieron cinco semanas, a pesar de no contar con grandes recursos.

         Desde 1845 a 1846, las huelgas se repitieron continuamente en los estados de Nueva Inglaterra, Nueva York y Pensilvania.

         El primer Congreso obrero se celebró sn Nueva York el 12 de octubre de 1845, y en él se acordó la organización de una sociedad secreta para apoyar las reivindicaciones del proletariado americano.

         A medida que aumentaba la agitación en las filas de la clase trabajadora, germinaba en las esferas del poder la idea de hacer concesiones, y aunque éstas habían de resultar, como resultaron, perfectamente inútiles, no por eso dejaron de hacerse.

         El Parlamento inglés estableció la jornada legal de diez horas en 1847, y en los Estados Unidos se celebraron innumerables mítines para felicitar a los obreros británicos por su triunfo. Felicitación vana, porque los grandes acaparadores ingleses no habían de conceder lo que el Estado les imponía.

         En el mismo año fue promulgada una ley de sentido idéntico en Nueva Hampshire.

         A consecuencia de un Congreso industrial celebrado en Chicago en junio de 1850, se organizaron en muchas ciudades agrupaciones de oficio para obtener la jornada de diez horas por medio de la huelga.

         En 1853, en casi toda la República no se trabajaba más que once horas, mientras que antes no se trabajaba menos de catorce.

         Aunque lentamente, aquellos soberbios burgueses tuvieron que ir concediendo lo que los obreros pretendían. En algunos estados llegó a promulgarse la legalidad de las diez horas.
         Desde entonces, los obreros norteamericanos consagraron todos sus esfuerzos a obtener la reducción de la jornada de trabajo a ocho horas solamente.

         El presidente Johnson promulgó la legalidad de las ocho horas para todos los empleados del gobierno, y los obreros contínuaron reclamando a los patrones la adopción del sistema de las ocho horas.

         El 20 de agosto de 1866 se celebró en Baltimore un gran Congreso obrero, en el cual se declaró que ya era tiempo de que los trabajadores abandonasen los partidos burgueses, y se acordó, en consecuencia, organizar el partido nacional obrero. El 19 de agosto del siguiente año celebraba su primer Congreso en Chicago el nuevo partido.

         En 1868 y en los siguientes años se declararon multitud de huelgas en pro de las ocho horas, perdiéndose la mayor parte de ellas. No por esto el movimiento cesó, sino que, como siempre, estas luchas animaron a los obreros a mayores empresas, inclinándolos cada vez más a las ideas socialistas. La Liga de las ocho horas que se organizó en Boston el año 1869, adoptó decididamente el programa socialista, y en Filadelfia se organiza en el mismo año los Caballeros del Trabajo, asociación que entonces tenía grandes aspiraciones y hoy se compone de complacientes servidores de la burguesía, por haberse entregado a hombres ambiciosos y sin pundonor.

         De 1870 a 1871 empezaron a organizarse entre los alemanes residentes en los Estados Unidos las primeras fuerzas de la Asociación Internacional de los Trabajadores. La influencia que esta sociedad ejerció en el movimiento obrero americano fue notabilísima. Las masas populares, aún no bien penetradas de sus verdaderas aspiraciones, empezaron a comprender toda la grandeza de las ideas revolucionarias y pronto adoptaron otros temperamentos y otras tendencias. Puede decirse que los trabajadores americanos, como los europeos, deben sus más firmes ideas sociológicas a aquella gran asociación que, si en apariencia ha muerto, vive hoy más que nunca en todos los pueblos y en todos los que luchan por su emancipación definitiva.

         Como consecuencia inmediata de la organización de La Internacional, se declararon en huelga en Nueva York más de cien mil obreros.

         El invierno de 1873-74 fue crudísimo y la paralización de los trabajos tan grande, que muchos miles de hombres sufrieron los horrores de una muerte lenta por el hambre y el frío. Los obreros sin trabajo de Nueva York se reunieron en imponente manifestación el 13 de enero de 1872, para que el público apreciara su estado de pobreza; y cuando la plaza pública estaba materialmente cubierta con hombres, mujeres y niños, la policía acometió brutalmente por todas partes a la manifestación, disolviéndola en medio del mayor espanto de aquellos hambrientos indefensos. Este acto bárbaro, esta incalificable conducta de la fuerza pública, deben anotarla en cartera los apologistas de las libertades americanas.

         Desde 1873 a 1876 fueron muchas las huelgas que se registraron en los estados de Nueva Inglaterra, Pensilvania, Illinois, Indiana, Misuri, Maryland, Ohio y Nueva York, viniendo a ser así como el preámbulo de los últimos acontecimientos. Las grandes huelgas de los empleados de ferrocarriles en 1877 fueron el comienzo indudable del conflicto entre el capital y el trabajo.

         Finalmente, en el año 1880 quedó organizada la Federación de los trabajadores de los Estados Unidos y Canadá, y en octubre de 1884 acordóse, en una reunión celebrada en Chicago, que se declarase el lo. de mayo de 1886 la huelga general por las ocho horas. En la fecha acordada estalló en aquella población la huelga, y desde luego obtuvieron un triunfo completo los constructores de edificios, los tabaqueros y otros oficios.

         Hay que tener en cuenta que los canteros de Chicago no trabajaban más que ocho horas desde 1867 y que muchos estados se apresuraron a decretar la jornada legal de las ocho horas, decretos y leyes que fueron por completo letra muerta, pues los burgueses prescinden de ellas, como hacen siempre que a sus intereses conviene.
         En conclusión: más de 200,000 obreros de los Estados Unidos habían obtenido a mediados de mayo de 1886 una reducción de horas y otras ventajas. De 110,000 obreros que en Chicago y sus alrededores se declararon en huelga, 47,500 obtuvieron triunfo completo sin gran esfuerzo.

         Esta rápida reseña del movimiento obrero en los Estados Unidos demuestra que desde 1832 a 1853 se consiguió una reducción general de tres horas en la jornada de trabajo; que los obreros, después de agotar todos los medios legales pidiendo al Estado lo que no puede dar, se decidieron por las ideas revolucionarias y por la huelga general; como único medio de luchar ventajosamente con el coloso de la explotación. Y demuestra asímismo que, a pesar de las brutalidades de la policía y de los burgueses, sus instigadores, la jornada de ocho horas se impone.

         En un país en que las industrias textiles mantienen en Pensilvania a 5,300 niños menores de quince años; 4,300 niñas menores de catorce, y 27,000 mujeres y muchachas de mayor edad en un trabajo penoso; en un país en que hay una ciudad como Filadelfia, donde los niños trabajan en los almacenes, en las tiendas, y en las fábricas catorce y dieciseis horas diarias; en un país en que sólo en las factorías de Nueva Jersey se explota a 15,000 niños de ocho a quince años; en un país donde la relación de los niños menores de quince años ocupados en diferentes trabajos al número de todos los demás obreros es de 3 a 7 y de 2 a 5, casi la mitad; en un país tal, tiene que ser necesariamente muy enérgica la actitud de los trabajadores para suprimir de una vez por todas estas infamias que matan lentamente a los padres y a los hijos, a los adultos y a los muchachos, a las mujeres y a los ancianos. En un país tal, que goza fama de rico y libre, y sin embargo, los obreros sufren tan terrible explotación y viven tan miserables que tienen que arrojar a sus hijos a las rudezas de la faena diaria durante muchas horas; en un país tal, repetimos, es lógico, es necesario que se luche a brazo partido con la burguesía, y se dé el impulso a otros países donde los trabajadores no han comprendido bien toda la extensión y la gran verdad de sus males.

         En Norteamérica nació la idea de iniciar la huelga general, y ya hemos visto como la clase trabajadora ha respondido en todas partes a aquella iniciativa. De Chicago partió la primera señal, y apenas ha transcurrido tiempo apreciable cuando la lucha se ha generalizado de un modo imponente.

         Los poderosos republicanos federales de América han querido detener el movimiento sacrificando a unos cuantos propagandistas, y el movimiento arrolla hoy todos los obstáculos y se sobrepone a todas las resistencias.

         Todo es pequeño ante esta preponderante manifestación de las fuerzas revolucionarias.


II


La lucha obrera en Chicago


         A pesar del gran movimiento obrero que acabamos de reseñar, las ideas socialistas hallaban cierta resistencia entre la población americana, más extendíanse con inusitada rapidez entre los elementos alemanes y otros que componen una parte muy importante de los centros industriales de los Estados Unidos.
         Una de las causas principales de aquella resistencia era la falta de periódicos obreros. El Socialista era el único periódico que desde Nueva York, editado por Victor Drury, extendía entre la población de origen inglés las ideas de emancipación social.

         En Chicago especialmente, los socialistas carecían de fuerza. Durante mucho tiempo, Alberto R. Parsons, fue el único orador inglés de las reivindicaciones sociales. Además los socialistas norteamericanos fiaban mucho en los procedimientos electorales, y fue preciso el transcurso de algún tiempo para que la experiencia les demostrase que sólo por los procedimientos revolucionarios se podía obtener algún resultado práctico. En Chicago llegaron, no obstante, a obtener los socialistas significativos triunfos electorales, hasta que mixtificadas las elecciones por el poder, a fin de evitar los éxitos continuos del socialismo, y divididos los socialistas en dos bandos por sostener a distintos candidatos, empezó a ganar prosélitos la idea de la abstención y del apartamiento de la política.

         El periódico de Boston Liberty, editado por el anarquista individualista Tucker, el Arbeiter Zeitung de Spies, y la Alarm de Parsons, que se, publicaban en Chicago, popularizaron las ideas anarquistas.

         Los anarquistas de Chicago combatieron primeramente el acuerdo de la Federación de los trabajadores de los Estados Unidos y Canadá referente a la huelga del 1º de mayo de 1886, pero combatiéronlo por juzgarlo insuficiente y ser partidarios de ir derechamente a la revolución. Más tarde dejaron de combatirlo y aún lo apoyaron, pues comprendieron que la huelga general por las ocho horas era indudablemente un medio de aunar las fuerzas obreras y agitar la opinión y las masas, preparándolas para otras más resueltas actitudes.

         Se formó en Chicago una asociación de las ocho horas y se celebraron multitud de reuniones al aire libre, organizándose y preparándose casi todos los oficios para la anunciada huelga. Los grupos socialistas y anarquistas desplegaron en esta tarea una actividad prodigiosa, tendiendo siempre a establecer la solidaridad más estrecha entre todos los trabajadores.

         The Alarm era el órgano de los anarquistas americanos, y desde las columnas de aquel periódico hizo Parsons una enérgica campaña en pro de la huelga general por las ocho horas. El órgano más importante de los anarquistas alemanes, el Arbeiter Zeitung, del que eran los principales redactores Spies, Schwab y Fischer, no se distinguió menos en la propaganda de la huelga general. Ambos periódicos agitaron la opinión de tal manera, que desde luego se preveía que la lucha iba a ser terrible. Los oradores anarquistas que más se distinguieron en los mítines fueron: Parsons, Spies, Fielden y Engel. Estos eran conocidos como tales, no sólo entre los trabajadores, sino también entre los burgueses.

         A medida que se aproximaba el día 1º de mayo la agitación iba en aumento. Los capitalistas empezaron a tener miedo, y decidieron organizarse para resistir las pretensiones de los obreros, y la prensa asalariada se mostró cruel e infame en los medios que proponía para acallar el descontento de las clases jornaleras.

         La lucha que se avecinaba tuvo por preliminar graves conflictos entre patronos y obreros. El más importante ocurrió durante el mes de febrero en la factoría de Mc. Cormicks, donde fueron despedidos 2,100 obreros por negarse a abandonar sus respectivas organizaciones.

         Por fin llegó el lº de mayo. Miles de trabajadores abandonaron sus faenas y proclamaron la jornada de ocho horas. La Unión Central Obrera de Chicago convocó un mitin, al que asistieron 25,000 personas. Dirigieron la palabra a la concurrencia Spies, Parsons, Fielden y Schwab.

         La paralización de los trabajos se generalizó. En unos cuantos días los huelguistas habían llegado a más de 50,000. Las reuniones se multiplicaron. La policia andaba ansiosa sin saber qué hacerse. Tuvo el valor de acometer a una manifestación de 600 mujeres pertenecientes al ramo de sastrería. Los patrones empezaron a hacer concesiones. La causa del trabajo triunfaba en toda la línea. El 2 de mayo tuvo lugar un mitin de los obreros despedidos de la factoría Mc. Cormicks para protestar de los atropellos de la policía. Los oradores de este mitin fueron Parsons y Schwab.
         El día 3 se celebró un importante mitin cerca de Mc. Cormicks. Spies, que era conocido como buen orador, fue invitado a hablar. Cuando trató de hacerlo, muchos concurrentes ajenos a las ideas socialistas protestaron gritando que no querían oir discursos anarquistas. Pero Spies continuó su peroración, y bien pronto dominó al público, siendo oído en medio de un gran silencio. A las cuatro sonó la campana de Mc. Cormicks; y empezaron a salir los obreros que continuaban trabajando en la factoría. Una gran parte de los reunidos hizo un movimiento de avance hacia Mc. Cormicks, sin que Spies interrumpiese su discurso, que duró aún quince minutos.

         El pueblo empezó a arrojar piedras a la factoría, pidiendo la paralización de los trabajos. Entonces se avisó por teléfono a la policía, que acudió presurosa. Fue acogida su presencia con grandes muestras de desagrado, y acometió por ello a la multitud disparando algunos tiros. Los obreros se defendieron a pedradas y a tiros de revólver. La policía hizo entonces un fuego vivo y continuo sobre la muchedumbre, no respetando a los niños, a las mujeres y a los ancianos. El terror se apoderó de las masas, que huyeron despavoridas, dejando tras de sí seis muertos y gran número de heridos.

         Presa de gran indignación corrió Spies a las oficinas del Arbeiter Zeitung, y escribió un manifiesto titulado Circular del desquite, que fue distribuido en todas las reuniones obreras. Entre las reuniones que aquella misma noche se celebraron figura una del grupo socialista Lehr unh wehr Verejin, en la que estuvieron presentes Engel y Fischer. Se discutieron los sucesos de Mc. Cormicks y lo que en su consecuencia debía hacerse sobre todo si la policía atacaba a los trabajadores de nuevo. Se acordó por de pronto convocar un mitin en Haymarket para la noche siguiente, a fin de protestar contra las brutalidades policiacas.

         A la mañana siguiente, 4 de mayo, Fischer informó a Spies del acuerdo tomado y le invitó a que hablase en el mitin, prometiéndolo así Spies. Este vio poco después la convocatoria del mitin, en la que leía: ¡Trabajadores, a las armas, y manifestaos en toda vuestra fuerza!. Entonces Spies dijo que era necesario prescindir de aquellas palabras, y Fischer accedió a su deseo. De la convocatoria, así corregida, se tiraron 20,000 ejemplares, que fueron repartidos entre los obreros.

         Parsons se hallaba a la sazón ausente en Cincinnati. Al llegar a Chicago el día 4 por la mañana, ignorando el acuerdo tomado y queriendo ayudar a su esposa en los trabajos de organización de las costureras, convocó al Grupo Americano a una reunión en las oficinas del Arbeiter Zeitung.

         Por la tarde fue Spies a Haymarket, y no viendo a ningún orador inglés se dirigió con algunos amigos en busca de Parsons; pero como no lo hallase, volvió a Haymarket ya de noche y dio principio al mitin. Entretanto algunos miembros del Grupo Americano, entre ellos Fielden y Schwab, fueron llegando a la redacción del Arbeiter Zeitung. A eso de las ocho y media, entró Parsons con su compañera, sus dos niñas y la señorita Holmes. Schwab abandonó pronto el local para dirigir un mitin en Deering, donde estuvo hasta las diez y media.

         La discusión sobre la organización de las costureras cesó al tenerse noticias de que en Haymarket hacían falta oradores ingleses. adonde se dirigieron Parsons y su familia, Fielden y la mayor parte de los concurrentes.

         Al llegar Parsons al mitin, dejó de hablar Spies y tomó aquél la palabra. Su discurso duró una hora apróximadamente. El mitin se celebró en medio del orden más completo, hasta el punto de que el Mayor de Chicago, que asistía al mitin con propósito de disolverlo. si era necesario, lo abandonó al concluir de hablar Parsons, avisando al capitán Bonfield que diera las órdenes oportunas a los puestos de policía para que se retiraran las fuerzas a sus casas.

         A Parsons siguió en el uso de la palabra Fielden. El tiempo amenazaba lluvia y soplaba aire frío, por cuya razón, a iniciativa de Parsons, se continuó la reunión en el próximo salón llamado Zept-Hall. No obstante esto, continuó hablando Fielden ante unos cuantos centenares de obreros que quedaron en Haymarket. La mayor parte de los concurrentes, y entre ellos Parsons, se dirigió a Zept-Hall, donde hallábase Fischer.

         Terminaba ya Fielden su discurso, cuando del puesto de policía inmediato se destacaron en formación correcta y con las armas preparadas unos ciento ochenta policías. El capitán del primer cuerpo había ordenado que se disolviese el mitin, y sus subordinados, sín esperar a más, fueron avanzando en actitud amenazadora.

         Cuando era inminente el ataque de la polícía, cruzó el espacio un cuerpo luminoso que, cayendo entre la primera y segunda compañía, produjo un estruendo formidable. Cayeron al suelo más de sesenta policías heridos y muerto uno de ellos llamado Degan.

         Instantáneamente la policía hizo una descarga cerrada sobre el pueblo, y éste huyó despavorido en todas direcciones. Perseguidos a tiros por la policía, muchos perecieron o quedaron mal heridos en las calles de Chicago. Los burgueses, en el periodo culminante de excitación, habían perdido la cabeza: impulsados por el frenesí del terror, empujaban a la fuerza pública a la matanza. Se prendió a los obreros a derecha e izquierda, se profanaron muchos domicilios privados y se arranco de ellos a pacíficos ciudadanos sin causa alguna justificada.

         Los oradores de Haymarket, a excepción de Parsons, que se había ausentado, fueron detenidos; los que se habían significado de algún modo en el movimiento obrero fueron perseguidos y encarcelados. El periódico Arbeiter Zeitung fue suprimido y todos sus impresores y editores detenidos. Los mitines obreros fueron prohibidos o disueltos.

         Después se hicieron circular los rumores más absurdos y terroríficos de supuestas conspiraciones contra la propiedad y la vida de los ciudadanos. La prensa capitalista no cesó de gritar: ¡Crusificadlos!. Así fue bruscamente interrumpido el movimiento por las ocho horas de trabajo.

         La policía se entregó a un misterioso y significativo silencio, a la par que hacía circular la especie de que tenía ya las pruebas más evidentes contra los perpetradores del crimen de Haymarket. Indudablemente se preparaba una comedia sangrienta. Las acometidas policiacas habían tenido un digno remate.

         ¿Qué de extraño tiene, qué de particular que un trabajador cualquiera hubiese arrojado la bomba que sembró el espanto en medio de la policía, si ésta había ametrallado y trataba de ametrallar otra vez a pacíficos obreros que ejercían su derecho garantizado por las leyes americanas?

         ¿Por qué admirarse de una consecuencia natural del derecho a la defensa propia?

         Perseguidos a tiros, los trabajadores, contestaron como era natural: la fuerza contra la fuerza. Cualquier otra cosa hubiera sido cobarde.


III

El juicio de los mártires


         A consecuencia de los sucesos que acabamos de reseñar, se inició el correspondiente proceso. El día 17 de mayo se reunió el Gran Jurado. Desde Chicago se dirigió a un periódico de Nueva York un telegrama que decia:

         El jurado es de los mejores y podemos asegurar que la anarquía y el crimen no tendrán cuartel en manos de los que componen aquella corporación. Es indudable que Spies, Parsons, Schwab y otros agitadores seran acusados.
         Y en efecto, el jurado se componía de elementos predispuestos contra los socialistas y anarquistas, y los principales propagandistas y escritores de esas ideas fueron acusados.

         La acusación contenía sesenta y nueve cláusulas, complicando en el asesinato del policía Degan a Augusto Spies, Michael Schwab, Samuel Fielden, Adolfo Fischer, George Engel, Luis Lingg, Oscar W. Neebe, Rodolfo Schmaubelt y William Seliger.

         El último hizo traición vendiéndose villanamente a la policía.

         Schmaubelt y Parsons no se hallaban en poder de la policía, pero el segundo, cuando llegó el momento preciso, seguro de su inocencia, se presentó en el banco de los acusados para ofrecer con sus compañeros la vida en holocausto de las ideas.

         El día 21 de junio tuvo lugar el examen de los jurados ante el juez Joseph F. Gary. Fueron interrogados más de mil individuos, entre Ios cuales sólo había cinco o seis obreros, que recusó el Ministerio Público. En cambio fueron admitidos hombres que declaraban previamente que tenían un prejuicio desfavorable acerca de los anarquistas y socialistas, como clase; hombres que afirmaban estar previamente convencidos de la culpabilidad de los acusados. En los autos constan estas declaraciones, y a pesar de las oportunas protestas, los acusados tuvieron que conformarse a poner su vida en manos de gentes que desde luego los creían criminales.

         Cuando la defensa pidió que se instruyese de nuevo el sumario, se hizo constar por medio de declaración jurada que el alguacil especial Henry Ryce había dicho a varias personas muy conocidas en Chicago, que al efecto se citaban, que él había sido el encargado de prepararlo todo de tal modo, que no formaran parte del jurado más que hombres desfavorables a los acusados y éstos hubieran de ser así condenados forzosamente. ¡He ahí la pureza de la justicia federal de los Estados Unidos!

         El examen de los jurados duró veintidos días. El 15 de julio, Grinnell, como representante del Estado, empezó su acusación complicando a los comparecientes con los delitos de conspiración y asesinato y prometiendo probar quién había arrojado la bomba de Haymarket.

         Fundaba la acusación en que los procesados pertenecian a una sociedad secreta que se proponía hacer la revolución social y destruir por medio de la dinamita el orden establecido. El l° de mayo era el día señalado para realizar el movimiento, pero causas imprevistas lo impidieron. Así quedó aplazado para el 4 en Haymarket. Lingg era, según Grinnell, el encargado de comprar dinamita y confeccionar bombas. Schmaubelt, cuñado de Schwab, era el que había arrojado la bomba de Haymarket con ayuda de Spies. El plan de acción había sido preparado por este último. Grinnell acusó de cobarde a Spies porque no asistió a la refriega de Mc. Cormicks, pero más adelante, a fin de sentenciarlo a muerte, acumuló sobre él toda clase de horrores, apoyándose en el testimonio de un tal Gilmer, que afirmó haber visto al cobarde prender fuego a la mecha de una bomba arrojada en Haymarket. La vasta asociación secreta denunciada era obra de La Internacional. Los miembros de dicha asociación se dividían en grupos encargados unos de la propaganda revolucionaria, otros de la fabricación de bombas y otros de preparar en el manejo de las armas a los afiliados.

         Todo lo que pudo probar el representante del Estado, es que si cuanto relato fuera cierto, hubiera indudablemente estallado en Chicago una terrible rebelión de los trabajadores. Demostró además que los acusados eran todos anarquistas o socialistas, partidarios de la revolución; pero no pudo probar su participación directa en el delito que se les imputaba.

         Los testimonios más importantes para el ministerio fiscal, tampoco pudieron probar nada en concreto contra los procesados.

         Waller, Schrader y Seliger, antes compañeros de los acusados, depusieron contra los mismos, por temor a las consecuencias del proceso o por obtener el cumplimiento de las promesas que la policía les había hecho. Waller pretendió probar la conspiración, y se vió obligado a declarar que en el mitin de Haymarket ni siquiera se esperaba a la policía y que en la reunión preparatoria para convocarlo no habló nada de la dinamita. Waller se vendió miserablemente a la policía, pues su hermana Paulina Brandes declaró, cuando ya habían sido ejecutados nuestros amigos, ante el juez Eberhardt, que todo lo dicho por su hermano era falso.

         Schrader había de comprobar lo dicho por Waller, pero su testimonio fue tan favorable a los acusados, que el procurador del Estado, perdiendo la calma, gritó, dirigiéndose a la defensa: ¡Este testigo no es nuestro; es vuestro!.

         Gilmer declaró que había visto a Schmaubelt arrojar la bomba asistido por Fischer y Spies. Pero se probó que Fischer estaba en Zept-Hall en el momento en que se arrojó la bomba, Spies en la tribuna de los oradores y que la descripción del acto no se ajustaba a la situación y aparición de Schmaubelt. Su irresponsabilidad fue denuncida por un gran número de testigos. Seliger quiso probar que Lingg había fabricado la bomba de Haymarket, pero no pudo probar sino que Lingg hacía bombas, lo cual no era contrario a las leyes de aquel país, sin que consiguiese demostrar que existía alguna conexión entre la bomba de Haymarket y las fabricadas por Lingg. La defensa presentó dos testigos que negaban el testimonio de Seliger, pero la sala los recursó con la imparcialidad de siempre.

         Para comprobar el delito de conspiración, el ministerio fiscal acudió a la prensa anarquista, presentando trozos de artículos y discursos de los procesados, anteriores con mucho a los sucesos origen del proceso. El objeto de semejante prueba era bien claro. A pesar de no ser nuestras locuciones contra el actual orden de cosas tan duras como las que usa la prensa burguesa de la República modelo cuando pide la matanza de los obreros, se presentaron convenientemente para aterrorizar a los jurados, ya mal dispuestos contra los socialistas y anarquistas como clase. Esta apelación a las pasiones de los jurados se extremó hasta el punto de exhibir armas, bombas de dinamita y ropas ensangrentadas que se decía pertenecientes a los polizontes asesinados.

         La teoría del representante del Estado quedó, a pesar de todo, completamente destruida, porque no se consiguió establecer una relación evidente entre la bomba arrojada en Haymarket y los anarquistas procesados. Los hechos, sólo los hechos quedaron en pie. Degan primero y siete policías más después habían muerto; otros sesenta habían sido heridos; los acusados habían empleado duras palabras contra el actual orden de cosas, contra la irritante distribución del trabajo y de la riqueza, contra las leyes y sus mantenedores, contra la tiranía del Estado y el privilegio de la propiedad, y era necesario tomar vida por vida y ahogar en sangre la naciente idea anarquista. Los ocho procesados fueron sentenciados.

         El 20 de agosto se hizo público el veredicto del jurado. Augusto Spies, Miguel Schwab, Samuel Fielden, Alberto R. Parsons, Adolfo Fischer, George Engel y Luis Lingg, fueron condenados a muerte; Oscar W. Neebe a reclusión por 15 años.

         Ocho hombres condenados por ser anarquistas, y condenados siete de ellos a muerte en la libre y feliz República Federal Norteamericana: he ahí el resultado final de una comedia infame, en la que no hubo procedimiento indigno a que no se apelase ni falsedad ni perjurio que no se admitiese. He ahí las ventajas que los trabajadores pueden esperar de las repúblicas. He ahí la demostración evidente de que la lucha de clases se sobrepone a la lucha política.


IV

Los discursos de los mártires de Chicago

         Las defensas de los abogados, aunque notables en la forma, carecen de importancia por una razón fácil de comprender. A los acusados no se les probó que hubieran cometido crimen alguno; luego poco había de constar a los defensores demostrar que la petición fiscal era, además de injusta, barbara y cruel.

         La acusación insistía principalmente en las ideas que profesaban los procesados, y en este punto nada podían hacer los defensores, ya que aquellos no renegaban de sus ideas, sino que se mostraban orgullosos de ellas.

         Son, pues, las defensas o discursos de los mismos acusados las que tienen importancia verdadera, y vamos a reproducirlas en extracto, precedidas de una nota biográfica de cada uno de ellos.

         He aquí lo más sobresaliente de dichas biografías y discursos.

   


V

Augusto Spies
(Nota biográfica)

         Augusto Vicent Theodore Spies, nació en Laudeck, Hesse, en 1855. Fue a los Estados Unidos en 1872 y a Chicago en 1873, trabajando en su oficio de impresor. En 1875 se interesó mucho por las teorías socialistas; dos años más tarde ingresó en el Partido Socialista y fue redactor del periódico Arbeiter Zeitung en 1880; poco tiempo después sucedió a Paul Grottkan como director del periódico, cuyo cargo desempeñó con gran actividad hasta el día que fue detenido. Desde aquella época (1880) se reconoció en él a uno de los más inteligentes propagandistas de las ideas revolucionarias. Era un ardiente orador, y con frecuencia se le invitaba a hablar en los mitines obreros de las principales ciudades de Illinois.


Discurso

         Al dirigirme a este tribunal lo hago como representante de una clase enfrente de los de otra clase enemiga, y empezaré con las mismas palabras que un personaje veneciano pronunció hace cinco siglos ante el Consejo de los Diez en ocasión semejante:

         Mi defensa es vuestra acusación; mis pretendidos crímenes son vuestra historia. Se me acusa de complicidad en un asesinato y se me condena, a pesar de no presentar el Ministerio Público prueba alguna de que yo conozca al que arrojó la bomba ni siquiera de que en tal asunto haya tenido intervención alguna. Sólo el testimonio del procurador del Estado y de Bonfield y las contradictorias declaraciones de Thomson y de Gilmer, testigos pagados por la policía, pueden hacerme pasar como criminal.

         Y si no existe un hecho que pruebe mi participación o mi responsabilidad en el asunto de la bomba, el veredicto y su ejecución no son más que un crimen maquiavélicamente combinado y fríamente ejecutado, como tantos otros que registra la historia de las persecuciones políticas y religiosas. Se han cometido muchos crímenes jurídicos aún obrando de buena fe los representantes del Estado, creyendo realmente delincuentes a los sentenciados. En esta ocasión ni esa excusa existe. Por sí mismos los representantes del Estado han fabricado la mayor parte de los testimonios, y han elegido un jurado vicioso en su origen. Ante este tribunal, ante el público, yo acuso al Procurador del Estado y a Bonfield de conspiración infame para asesinarnos.

         Referiré un incidente que arrojará bastante luz sobre la cuestión. La tarde del mitin de Haymarket, encontre a eso de las ocho a un tal Legner. Este joven me acompañó, no dejándome hasta el momento que bajé de la tribuna, unos cuantos segundos antes de estallar la bomba. El sabe que no vi a Schwab aquella tarde. Sabe también que no tuve la conversación que me atribuye Thomson. Sabe que no baje de la tribuna para encender la mecha de la bomba. ¿Por qué los honorables representantes del Estado, Grinnell y Bonfield, rechazan a este testigo que nada tiene de socialista? Porque probaría el perjurio de Thomson y la falsedad de Gilmer.

         El nombre de Legner estaba en la lista de los testigos presentados por el Ministerio Público. No fue, sin embargo, citado, y, la razón es obvia. Se le ofrecieron 500 duros porque abandonase la población, y rechazó indignado el ofrecimiento. Cuando yo preguntaba por Legner nadie sabía de él; ¡el honorable, el honorabilísimo Grinnell me contestaba que él mismo lo había buscado sin conseguir encontrarle! Tres semanas después supe que aquel joven había sido conducido por dos policías a Buffalo, Nueva York. ¡Juzgad quiénes son los asesinos!

         Si yo hubiera arrojado la bomba o hubiera sido causa de que se arrojara, o hubiera siquiera sabido algo de ello, no vacilaría en afirmarlo aquí. Cierto que murieron algunos hombres y fueron heridos otros más. ¡Pero así se salvó la vida a centenares de pacíficos ciudadanos! Por esa bomba, en lugar de centenares de viudas y de huérfanos, no hay hoy más que unas cuantas vidas y algunos huérfanos.

         Más, decís, habéis publicado artículos sobre la fabricación de dinamita. Y bien; todos los periódicos los han publicado, entre ellos los titulados Tribune y Times, de donde yo los trasladé, en algunas ocasiones, al Arbeiter Zeitung. ¿Por qué no traéis a la barra a los editores de aquellos periódicos?

         Me acusáis también de no ser ciudadano de este país. Resido aquí hace tanto tiempo como Grinnell, y soy tan buen ciudadano como él, cuando menos, aunque no quisiera ser comparado con tal personaje.

         Grinnell ha apelado innecesariamente al patriotismo del jurado, y yo voy a contestarle con las palabras de un literato inglés: ¡EI patriotismo es el último refugio de los infames!

         ¿Qué hemos dicho en nuestros discursos y en nuestros escritos? Hemos explicado al pueblo sus condiciones y relaciones sociales; le hemos hecho ver los fenómenos sociales y las circunstancias y leyes bajo las cuales se desenvuelven; por medio de la investigación científica hemos probado hasta la saciedad que el sistema del salario es la causa de todas las iniquidades tan monstruosas que claman al cielo. Nosotros hemos dicho además que el sistema del salario, como forma específica del desenvolvimiento social, habría de dejar paso, por necesidad lógica, a formas más elevadas de civilización; que dicho sistema preparaba el camino y favorecía la fundación de un sistema cooperativo universal, que tal es el SOCIALISMO. Que tal o cual teoría, tal o cual diseño de mejoramiento futuro, no eran materia de elección, sino de necesidad histórica, y que para nosotros la tendencia del progreso era la del ANARQUISMO, esto es, la de una sociedad libre sin clases ni gobernantes, una sociedad de soberanos en la que la libertad y la igualdad económica de todos produciría un equilibrio estable como base y condición del orden natural.

         Grinnell ha dicho repetidas veces que es la anarquía la que se trata de sojuzgar. Pues bien; la teoría anarquista pertenece a la filosofía especulativa. Nada se habló de la anarquía en el mitin de Haymarket. En este mitin sólo se trató de la reducción de horas de trabajo. Pero insistid: ¡Es la anarquía la que se juzga! Si así es, por vuestro honor, que me agrada: yo me sentencio porque soy anarquista. Yo creo, como Buckle, como Paine, como Jefferson, como Emerson y Spencer y muchos otros grandes pensadores del siglo, que el estado de castas y de clases, el estado donde unas clases viven a expensas del trabajo de otra clase -a lo cual llamáis orden-, yo creo, sí, que esta bárbara forma de la organización social, con sus robos y sus asesinatos legales, está próxima a desaparecer y dejará pronto paso a una sociedad libre, a la asociación voluntaria o hermandad universal, si lo preferís. ¡Podéis, pues, sentenciarme, honorable juez, pero que al menos se sepa que en Illinois ocho hombres fueron sentenciados a muerte por creer en un bienestar futuro, por no perder la fe en el último triunfo de la Libertad y de la Justicia!

         Nosotros hemos predicado el empleo de la dinamita. Sí; nosotros hemos propagado lo que la historia enseña, que las clases gobernantes actuales no han de prestar más atención que su predecesoras a la poderosa voz de la razón, que aquéllas apelarán a la fuerza bruta para detener la rápida carrera del progreso. ¿Es o no verdad lo que hemos dicho?
        
Grinnell ha repetido varias veces que está en un país adelantado. ¡El veredicto corrobora tal aserto!

         Este veredicto lanzado contra nosotros es el anatema de las clases ricas sobre sus expoliadas víctimas, el inmenso ejército de los asalariados. Pero si creéis que ahorcándonos podéis contener el movimiento obrero, ese movimiento constante en que se agitan millones de hombres que viven en la miseria, los esclavos del salario; si esperáis salvación y lo creéis, ¡ahorcadnos ...! Aquí os halláis sobre un volcán, y allá y acullá y debajo y al lado y en todas partes fermenta la Revolución. Es un fuego subterráneo que todo lo mina. Vosotros no podéis entender esto. No créis en las artes diabólicas como nuestros antecesores, pero creéis en las conspiraciones, creéis que todo esto es la obra de los conspiradores. Os asemejáis al niño que busca su imagen detrás del espejo.

         Lo que veis en nuestro movimiento, lo que os asusta, es el reflejo de vuestra maligna conciencia. ¿Queréis destruir a los agitadores? Pues aniquilad a los patronos que amasan sus fortunas con el trabajo de los obreros, acabad con los terratenientes que amontonan sus tesoros con las rentas que arrancan a los miserables y escuálidos labradores, suprimid las máquinas que revolucionan la industria y la agricultura, que multiplican la producción, arruinan al productor y enriquecen a las naciones; mientras el creador de todas esas cosas ande en medio, mientras el Estado prevalezca, el hambre será el suplicio social. Suprimid el ferrocarril, el telégrafo, el teléfono, la navegación y el vapor, suprimíos vosotros mismos, porque excitáis el espíritu revolucionario ...

         ... ¡Vosotros y sólo vosotros sois los conspiradores y los agitadores!

         Ya he expuesto mis ideas. Ellas constituyen una parte de mí mismo. No puedo prescindir de ellas, y aunque quisiera no podría. Y si pensáis que habréis de aniquilar estas ideas, que ganan más y más terreno cada día, mandándonos a la horca; si una vez más aplicáis la pena de muerte por atreverse a decir la verdad -y os desafiamos a que demostréis que hemos mentido alguna vez-, yo os digo: si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la verdad, entonces estoy dispuesto a pagar tan costoso precio. ¡Ahorcadnos! La verdad crucificada en Sócrates, en Crísto, en Giordano Bruno, en Juan de Huss, en Galileo, vive todavía; éstos y otros muchos nos han precedido en el pasado. ¡Nosotros estamos prontos a seguirles!

         El discurso de Spies, interrumpido sin cesar por el juez, duró más de dos horas. Hablaba con fervoroso entusiasmo y las interrupciones hacíanle más enérgico y elocuente.





VI

Miguel Schwab
(Nota biográfica)

         Nació Miguel Schwab, en Mannhein (Alemania), en 1853, recibiendo su primera educación en un convento. Trabajó algunos años de encuadernador en distintas ciudades de Alemania. Figuró en su país afiliado al Partido Socialista. Fue a los Estados Unidos en 1879 y colaboró más tarde con Spies en Arbeiter Zeitung. Era un correcto orador y su popularidad entre el elemento alemán muy grande. Como organizador era digno émulo de sus compañeros de proceso.


Discurso


         Hablaré poco, y seguramente no despegaría mis labios, si mi silencio no pudiera interpretarse como un cobarde asentimiento a la comedia que acaba de desarrollarse.

         Denominar justicia a los procedimientos seguidos en este proceso sería una burla. No se ha hecho justicia ni podría hacerse, porque cuando una clase está enfrente de otra es una hipocresía y una maldad suponerlo tan solo.

         Decís que la anarquía está procesada, y la anarquía es una doctrina hostil a la fuerza bruta, opuesta al presente criminal sistema de producción y distribución de la riqueza.

         Me sentenciáis a muerte por escribir en la prensa y pronunciar discursos. El Ministero Público sabe tan bien como yo que mi supuesta conversación con Spies jamás existió. Sabe algo mejor que esto: sabe y conoce todas las bellezas del trabajo del que preparó aquella conversación. Cuando comparecí ante el juez al principio de este proceso, dos o tres policías declararon que sin duda alguna me habían visto en Haymarket cuando Parsons terminaba su discurso. Entonces se trataba ya de atribuirme el delito de arrojar la bomba. Al menos en los primeros telegramas que se dirigieron a Europa se dijo que yo había arrojado varias bombas sobre la policía. Más tarde se comprendió la inutilidad de esta acusación y entonces fue Schmaubelt el acusado ...

         ... Habláis de una gigantesca conspiración. Un movimiento no es una conspiración, y nosotros todo lo hemos hecho a la luz del día. No hay secreto alguno en nuestra propaganda. Anunciamos de palabra y por escrito una próxima revolución, un cambio en el sistema de producción de todos los países industriales del mundo; y ese cambio viene, ese cambio no puede menos de llegar ...
         ... Nosotros defendemos la anarquía y el comunismo, y ¿por qué? Porque si nosotros calláramos hablarían hasta las piedras. Todos los días se cometen asesinatos, los niños son sacrificados inhumanamente, las mujeres perecen a fuerza de trabajar y los hombres mueren lentamente, consumidos por sus rudas faenas; y no he visto jamás que las leyes castiguen estos crímenes.

         ... Como obrero que soy, he vivido entre los míos; he dormido en sus guardillas y en sus cuevas; he visto prostituirse la virtud a fuerza de privaciones y de miseria y morir de hambre hombres robustos por falta de trabajo. Pero esto lo había conocido en Europa y abrigaba la ilusión de que en la llamada tierra de la libertad no presenciaría estos tristes cuadros. Sin embargo he tenido ocasión de convencerme de lo contrario. En los grandes centros industriales de los Estados Unidos hay más miseria que en las naciones del viejo mundo. Miles de obreros viven en Chicago en habitaciones inmundas, sin ventilación ni espacio suficiente; dos y tres familias viven amontonadas en un solo cuarto y comen piltrafas de carne y algunos vegetales. Las enfermedades se ceban en los hombres, en las mujeres y en los niños, sobre todo en los infelices e inocentes niños. ¿Y no es esto horrible en una ciudad que se reputa civilizada?

         ... De ahí, pues, que haya aqui más socialistas nacionales que extranjeros, aunque la prensa capitalista afirme lo contrario con objeto de acusar a los últimos de traer la perturbación y el desorden.

         El socialismo, tal como nosotros lo entendemos, significa que la tierra y las máquinas deben ser propiedad común del pueblo. La producción debe ser regulada y organizada por asociaciones de productores que suplan a las demandas del consumo. Bajo tal sistema todos los seres humanos habrán de disponer de medios suficientes para realizar un trabajo útil, y es indudable que nadie dejará de trabajar. Cuatro horas de trabajo cada día serían suficientes para producir todo lo necesario para una vida confortable, con arreglo a las estadísticas. Sobraría, pues, tiempo para dedicarse a las ciencias y al arte.

         Tal es lo que el socialismo se propone. Hay quien díce que esto no es americano. Entonces será americano dejar al pueblo en la ignorancia, será americano explotar y robar al pobre, será americano fomentar la miseria y el crimen. ¿Qué han hecho los grandes partidos políticos por el pueblo? Prometer mucho y no hacer nada, excepto corromperlo comprando votos en los días de elección. Es natural, después de todo, que en un país donde la mujer tiene que vender su honor para vivir, el hombre venda el voto.

         ¿Qué es la anarquía?

         Un estado social en el que todos los seres humanos obran bien por la sencilla razón de que es el bien y rechazan el mal porque es el mal. En una sociedad tal no son necesarias ni las leyes ni los mandatos. La anarquía está muerta, ha dicho el Procurador General. La Anarquía hasta hoy sólo existe como doctrina, y Mr. Grinnell no tiene poder para matar a una doctrina cualquiera. La anarquía es hoy una aspiración, pero una aspiración que se realizará más o menos pronto, no sé cuando, pero que se realizará indudablemente.

         Es un error emplear la palabra anarquía como sinónimo de violencia, pues son cosas opuestas. En el presente estado social la violencia se emplea a cada momento, y por esto nosotros propagamos la violencia también, como un medio necesario de defensa. La anarquía es el orden sin gobierno. Nosotros los anarquistas decimos que el anarquismo será el desenvolvimiento y la plenitud de la cooperación universal (comunismo). Decimos que cuando la pobreza haya sido eliminada y la educación sea integral y de derecho común, la razón será soberana. Decimos que el crimen pertenecerá al pasado, y que las maldades de aquellos que se extravíen podrán ser evitadas de distinto modo al de nuestros días. La mayor parte de los crímenes son debidos al sistema imperante, que produce la ignorancia y la miseria.

         Nosotros los anarquistas creemos que se acercan los tiempos en que los explotados reclamarán sus derechos a los explotadores y creemos además que la mayoría del pueblo, con la ayuda de los rezagados de las ciudades y de las gentes sencillas del campo, se rebelarán contra la burguesía de hoy. La lucha, en nuestra opinión, es inevitable.








VII

Oscar W. Neebe
(Nota biográfica)

         Nació en Filadelfia de padres alemanes. Sus padres viven aún. En la época en que Neebe fue arrestado, no vivía de un salario fijo; dedicábase a trabajos particulares. Desde sus primeros años sintió latir su corazón a favor de los desheredados y fue siempre un excelente organizador de las secciones de oficios, siendo propagandista acérrimo de las ideas socialistas.


Discurso


         Durante los últimos días he podido aprender lo que es la ley, pues antes no lo sabía. Yo ignorabá que podía estar convicto de un crimen por conocer a Spies, Fielden y Parsons. He presidido un mitin en Turner Hall, al que vosotros fuísteis invitados para discutir el anarquismo y el socialismo. Yo estuve, sí, en aquella reunión, en la que no aparecieron los representantes del sistema capitalista actual para discutir con los obreros sus aspiraciones. Yo no lo niego. Tuve también en cierta ocasión el honor de dirigir una manifestación popular, y nunca he visto un número tan grande de hombres en correcta formación y con el más absoluto orden. Aquella manifestación imponente recorrió las calles de la ciudad en son de protesta contra las injusticias sociales. Si esto es un crimen, entonces reconozco que soy un delincuente. Siempre he supuesto que tenía derecho a expresar mis ideas como presidente de un mitin pacífico y como director de una manifestación. Sin embargo se me declara convicto de ese delito, de ese pretendido delito.

         En la mañana del 5 de mayo supe que habían sido detenidos Spies y Schwab y entonces fue también cuando tuve la primera noticia de la celebración del mitin de Haymarket durante la tarde anterior. Después que termine mis faenas fui a las oficinas del Arbeiter Zeitung, en donde encontré a la esposa de Parsons y la señorita Holmes. Cuando iba a hablar con la primera de dichas señoras, entró de pronto una manada de bandidos, llamados policías, en cuyos rostros se retrataba la ignorancia y la embriaguez, gente de peor calaña que los peores rufianes de las calles de Chicago. El Mayor Harrison iba con estos piratas y dijo: ¿Quién es el director de este periódico? Los chicos de la imprenta no sabían hablar inglés, y como conocía a Harrison me dirigí a él y le dije: ¿Qué pasa, Mr. Harrison? Necesito -me contestó- revisar el periódico por si contiene un artículo violento. Yo le prometí revisarlos y lo hice en compañía de Mr. Hand, a quien Harrison fue a buscar. Harrison volvió a los pocos minutos y vi bajar la escalera a todos los tipógrafos; otra pandilla de rufianes policiacos entró a tiempo que la esposa de Parsons y la señorita Holmes se hallaban escribiendo. Uno que yo tenía por caballero oficial dijo: ¿Qué hacéis aquí? Y la señorita Holmes respondió: Estoy escribiendo a mi hermano, que es editor de un periódico obrero. Al oír esto aquel oficial, la agarró fuertemente por un brazo, y ante las protestas de aquella señorita, grito: ¡Concluye, zorra, o te arrojo al suelo! Repito aquí estas palabras para que conozcáis el lenguaje de un noble oficial de Chicago. Es uno de los vuestros. Insultáis a las mujeres porque no tenéis valor para insultar a los hombres. Lucy Parsons obtuvo igual tratamiento, a la vez que le aseguraban que no se publicaría más el periódico y que arrojarían por la ventana todo el material de la imprenta. Cuando oí esto, cuando vi que se pretendía destruir lo que era propiedad de los obreros de Chicago, exclamé: Mientras pueda haré que el periódico se publique. Y volví a publicar el periódico; cuando se nos echaron encima los policiacos bandidos y todas las imprentas se negaron a imprimirlo, reunimos fondos y adquirimos imprenta propia, mejor dicho, dos imprentas, se multiplicaron los suscriptores, y en fin, los trabajadores de Chicago cuentan hoy con todo lo necesario para la propaganda. ¡He ahí mi delito!

         Otro delito que tengo, y es haber contribuido a organizar varias asociaciones de oficios, poner de mi parte todo lo que pude para obtener sucesivas reducciones en la jornada de trabajo y propagar las ideas socialistas. Desde el año 1865 he trabajado siempre en este sentido.

         El 9 de mayo, al volver a mi casa, me dijo mi esposa que habían venido veinticinco policías y que al registrar la casa habían hallado un revólver. Yo no creo que sólo los anarquistas y socialistas tengan armas en sus casas. Hallaron también una bandera roja, de un pie cuadrado, con la que jugaba frecuentemente mi hijo. Se registraron del mismo modo centenares de casas, de las que desaparecieron bastantes relojes y no poco dinero. ¿Sabéis quienes eran los ladrones? Vos lo sabéis, Capitán Schaack. Vuestra compañía es una de las peores de la ciudad. Yo os lo digo frente a frente y muy alto, Capitán Schaack, sois vos uno de ellos. Sois un anarquista a la manera que vosotros lo entendéis. Todos, en este sentido, sois anarquistas.

         Habéis hallado en mi casa un revólver y una bandera roja. Habéis probado que organicé asociaciones obreras, que he trabajado por la reducción de horas de trabajo, que he hecho cuanto he podido por volver a publicar el Arbeiter Zeitung: he ahí mis delitos. Pues bien; me apena la idea de que no me ahorquéis, honorables jueces, porque es preferible la muerte rápida a la muerte lenta en que vivimos. Tengo familia, tengo hijos y si saben que su padre ha muerto lo llorarán y recogerán su cuerpo para enterrarlo. Ellos podrán visitar su tumba, pero no podrán en caso contrario entrar en el presidio para besar a un condenado por un delito que no ha cometido. Esto es todo lo que tengo que decir. Yo os lo suplico. Dejadme participar de la suerte de mis compañeros. ¡Ahorcadme con ellos!






VIII

Adolfo Fischer
(Nota biográfica)

         Era natural de Alemania y tenía treinta años cuando lo ahorcaron. A los diez años emigró con su familia a los Estados Unidos y aprendió el oficio de tipógrafo en Nashville (Tenesee). Desde muy joven profesó ideas socialistas. Adelantando en su educación sociológica, fue poco después editor y propietario del periódico Staats Zeitung, que se publicó en Little Rock (Arkansas). En 1881 vendió el periódico y se trasladó a Chicago, en donde trabajó de impresor, fundando después un periódico defensor de las ideas más avanzadas en el campo socialista. Desde entonces su reconocida ilustración le llevó al desempeño de difíciles comisiones en el seno de la organización obrera.



Discurso


         No hablaré mucho. Solamente tengo que protestar contra la pena de muerte que me imponéis, porque no he cometido crimen alguno. He sido tratado aquí como asesino y sólo se me ha probado que soy anarquista. Pues repito que protesto contra esa bárbara pena, porque no me habéis probado crimen alguno. Pero si yo he de ser ahorcado por profesar las ideas anarquistas, por mi amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad, entonces no tengo nada que objetar. Si la muerte es la pena correlativa a nuestra ardiente pasión por la libertad de la especie humana, entonces, yo lo digo muy alto, disponed de mi vida.

         Aunque soy uno de los que prepararon el mitin de Haymarket, nada tengo que ver con el asunto de la bomba. Yo no niego que he concurrido a aquel mitin, pero aquel mitin ...

         (Al llegar a este punto, el defensor, Mr. Salomón, le llama aparte y le aconseja que no continúe en aquel tono. Entonces Fischer, volviéndose la espalda, dice: Sois muy bondadoso, Mr. Salomón. Sé muy bien lo que digo. y continuó.)

         Ahora bien; el mitin de Haymarket no fue convocado para cometer ningún crimen; fue, por el contrario, convocado para protestar contra los atropellos y asesinatos de la policía en la factoría de Mc. Cormicks.

         El testigo Waller y otros han afirmado aquí que pocas horas después de aquellos sucesos habíamos tenido una reunión previa para tomar la iniciativa y convocar una manifestación popular. Waller presidió esta reunión y él mismo propuso la idea del mitin en Haymarket. También fue él quien me indicó para que me hiciera cargo de buscar oradores y redactar las circulares. Cumplí este encargo invitando a Spies a que hablara en el mitin y mandando imprimir 25,000 circulares. En el original aparecían las palabras ¡Trabajadores, acudid armados! Yo tenía mis motivos para escribirlas, porque no quería que, como en otras ocasiones, los trabajadores fueran ametrallados indefensos. Cuando Spies vio dicho original se negó a tomar parte en el mitin si no se suprimían aquellas palabras. Yo deferí a sus deseos y Spies habló en Haymarket. Esto es todo lo que tengo que ver en el asunto del mitin ...
         Yo no he cometido en mi vida ningún crimen. Pero aquí hay un individuo que está en camino de llegar a ser un criminal y un asesino, y ese individuo es Mr. Grinnell, que ha comprado testigos falsos a fin de poder sentenciarnos a muerte. Yo lo denuncio aquí públicamente. Si creéis que con este bárbaro veredicto aniquiláis a los anarquistas y a la anarquía, estáis en un error, porque los anarquistas están dispuestos siempre a morir por sus principios, y éstos son inmortales ... Este veredicto es un golpe de muerte dado a la libertad de imprenta, a la libertad de pensamiento, a la libertad de palabra, en este país. El pueblo tomará nota de ello. Es cuanto tengo que decir.





IX

Luis Lingg
(Nota biográfica)


         Nació en Mannheim (Alemania), el 9 de septiembre de 1864. Su padre trabajaba en maderas de construcción y su madre era lavandera. Luis recibió su educación en las escuelas públicas de su pueblo natal. La manera como las primeras sombras de la vida empezaron a obscurecer el horizonte del entonces niño, las referió él mismo del modo siguiente:

         Mi primera juventud se deslizó feliz, hasta que una desgracia ocurrida a mi padre produjo tal cambio en nuestra posición, que muchas veces el hambre y la necesidad fueron huéspedes implacables de nuestro hogar. Sólo los titánicos esfuerzos de mi pobre madre hicieron que sus visitas no fueran diarias. Tratando de recuperar un tablón que se había deslizado sobre la helada superficie del río, se rompió la capa de hielo y mi padre desapareció de pronto en las aguas, costando grandes dificultades ponerlo a salvo. Este accidente destruyó su salud y amenguó su capacidad para el trabajo. En vista de esto, sin duda, su noble patrono le redujo el salario, aunque ya hacía doce años que mi padre le trabajaba lealmente, y por último le despidió, diciéndole que el negocio iba en decadencia. Así, cuando apenas tenía yo trece años, recibí las primeras impresiones de la injusticia de las instituciones sociales reinantes, es decir, la explotación del hombre por el hombre, observando lo que pasaba en mi propia familia. No me pasaba inadvertido que el burgués -patrón de mi padre- se hacía cada vez más rico, a pesar de la vida dispendiosa que llevaba, mientras que mi padre, que había contribuido a formar aquella riqueza, sacrificando su salud, fue abandonado como un instrumento ya inútil. Todo esto arraigó en mi ánimo el germen de amargura y odio a la sociedad presente, y este odio se hizo más intenso a mi entrada en el palenque industrial.
         Lingg aprendió el oficio de carpintero, y después del tradicional aprendizaje de tres años (en Alemania), viajó por el sur de aquella nación y luego por Suiza, trabajando dondequiera que se le presentaba ocasión. No tardó en enterarse de las doctrinas socialistas, que aceptó con entusiasmo.

         En 1885 llegó a América. No quería someterse al servicio militar en Alemania, y por eso no se consideró seguro en Suiza. En Chicago obtuvo trabajo en su oficio, y pronto ingresó en la asociación en que tanto distinguió por su actividad organizadora. Pudo con noble orgullo envanecerse de que la sociedad a que pertenecía saliera sin menoscabo de sus fuerzas del movimiento por las ocho horas en mayo de 1886.



Discurso


         Me concedéis, después de condenarme a muerte la libertad de pronunciar un último discurso.

         Acepto vuestra concesión, pero solamente para demostrar las injusticias, las calumnias y los atropellos de que se me ha hecho víctima.

         Me acusáis de asesino; ¿y qué prueba tenéis de ello?

         En primer lugar, traéis aquí a Seliger para que deponga en mi contra. Dice que me ha ayudado a fabricar bombas y yo he demostrado que las bombas que tenía las compré en la Avenida de Clybourne, Nº 58. Pero lo que no habéis probado aún con el testimonio de ese infame comprado por vosotros, es que esas bombas tuvieran alguna conexión con la de Haymarket.

         Habéis traído aquí también a algunos especialistas químicos, y éstos han tenido que declarar que entre unas y otras bombas había diferencias tan esenciales como la de una pulgada larga en sus diámetros.

         Esa es la clase de pruebas que contra mí tenéis.

         No; no es por un crimen por lo que nos condenáis a muerte; es por lo que aquí se ha dicho en todos los tonos, es por la Anarquía; y puesto que es por nuestros principios por lo que nos condenáis, yo grito sin temor: ¡Soy anarquista!

         Me acusáis de despreciar la ley y el orden. ¿Y que significan la ley y el orden? Sus representantes son los policías, y entre éstos hay muchos ladrones. Aquí se sienta el Capitán Schaack. El me ha confesado que mi sombrero y mis libros habían desaparecido de su oficina, sustraídos por los policías. ¡He ahí vuestros defensores del derecho de propiedad!

         Mientras yo declaro francamente que soy partidario de los procedimientos de fuerza para conquistar una vida mejor para mis compañeros y para mí, mientras afirmo que enfrente de la violencia brutal de la policía es necesario emplear la fuerza bruta, vosotros tratáis de ahorcar a siete hombres apelando a la falsedad y al perjurio, comprando testigos y fabricando, en fin, un proceso inicuo desde el principio hasta el fin.

         Grinnell ha tenido el valor, aqui donde no puedo defenderme, de llamarme cobarde. ¡Miserable! Un hombre que se ha aliado con un vil, con un bribón asalariado, para mandarme a la horca. ¡Este miserable, que por medio de las falsedades de otros miserabies como él trata de asesinar a siete hombres, es quien me llama cobarde!

         Se me acusa del delito de conspiración. ¿Y cómo se prueba la acusación? Pues declarando sencillamente que la Asociación Internacional de Trabajadores tiene por objeto conspirar contra la ley y el orden. Yo pertenezco a esa Asociación, y de esto se me acusa probablemente. ¡Magnífico! ¡Nada hay difícil para el genio de un fiscal!

         Yo repito que soy enemigo del orden actual, y repito también que lo combatiré con todas mis fuerzas mientras aliente. Declaro otra vez franca y abiertamente que soy partidario de los medios de fuerza. He dicho al Capitán Schaack, y lo sostengo, que si vosotros empleáis contra nosotros vuestros fusiles y vuestros cañones, nosotros emplearemos contra vosotros la dinamita. Os reís probablemente, porque estáis pensando: Ya no arrojarás más bombas. Pues permitidme que os asegure que muero feliz, porque estoy seguro de que los centenares de obreros a quienes he hablado recordarán mis palabras, y cuando hayamos sido ahorcados ellos harán estallar la bomba. En esta esperanza os digo: Os desprecio; desprecio vuestro orden, vuestras leyes, vuestra fuerza, vuestra autoridad. ¡AHORCADME!






X

Jorge Engel
(Nota biográfica)

         Nació en Cassel (Alemania), en 1836. Recibió una educación común en las escuelas públicas, y aprendió el oficio de impresor. En 1873 pasó a los Estados Unidos y un año después llegó a Chicago, donde se afilió al Partido Socialista. Fue el fundador del famoso grupo Northwest en 1883. Su notoria actividad y energía incansable impulsaron grandemente la organización. Engel era un orador incisivo, y su palabra correcta y fácil era oída con agrado aun por sus mismos adversarios.



Discurso


         Es la primera vez que comparezco ante un tribunal americano, y en él se me acusa de asesino. ¿Y por qué razón estoy aquí? ¿Por qué razón se me acusa de asesino? Por la misma que tuve que abandonar Alemania, por la pobreza, por la miseria de la clase trabajadora. Aquí también, en esta libre República, en el país más rico del mundo, hay muchos obreros que no tienen lugar en el banquete de la vida y que como parias sociales arrastran una vida miserable. Aquí he visto a seres humanos buscando algo con qué alimentarse en los montones de basura de las calles.

         Cuando en 1878 vine desde Filadelfia a esta ciudad, creía hallar más fácilmente medios de vida aquí que en Filadelfia, donde me había sido imposible vivir por más tiempo. Pero mi desilusión fue completa. Empecé a comprender que para el obrero no hay diferencia entre Nueva York, Filadelfia y Chicago, así como no la hay entre Alemania y esta República tan ponderada. Un compañero de taller me hizo comprender científicamente la causa de que en este rico país no pueda vivir decentemente el proletario. Compré libros para ilustrarme más, y yo, que había sido político de buena fe, abominé de la política y de las elecciones y aún comprendí que todos los partidos estaban degradados y que los mismos demócratas socialistas caían en la corrupción más completa. Entonces entré en la Asociación Internacional de los Trabajadores. Los miembros de esta Asociación están convencidos de que sólo por la fuerza podrán emanciparse los trabajadores, de acuerdo con lo que la historia enseña. En ella podemos aprender que la fuerza libertó a los primeros colonizadores de este país, que sólo por la fuerza fue abolida la esclavitud, y así como fue ahorcado el primero que en este país agitó la opinión contra la esclavitud, vamos a ser ahorcados nosotros.

         ¿En qué consiste mi crimen?

         En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social en que sea imposible el hecho de que mientras unos amontonan millones beneficiando las máquinas, otros caen en la degradación y la miseria. Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres científicos deben ser utilizados en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza, y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, a la libertad y al bienestar.

         En la noche en que fue arrojada la primera bomba en este país, yo me hallaba en mi casa. Yo no sabía ni una palabra de la conspiración que pretende haber descubierto el Ministerio Público.

         Es cierto que tengo relaciones con mis compañeros de proceso, pero a algunos sólo los conozco por haberlos visto en las reuniones de trabajadores. No niego tampoco que haya yo hablado en varios mítines, afirmando que si cada trabajador llevase una bomba en el bolsillo, pronto sería derribado el sistema capitalista imperante.

         Esa es mi opinión y mi deseo ...

         ... Yo no combato individualmente a los capitalistas; combato el sistema que da el privilegio. Mi más ardiente deseo es que los trabajadores sepan quiénes son sus enemigos y quiénes son sus amigos. Todo lo demás lo desprecio: desprecio el poder de un gobierno inicuo, sus policías y sus espías.

         No tengo más que decir.






XI

Samuel Fielden
(Nota biográfica)

         Nació en Todmorden, Lancashire (Inglaterra) en 1844; pasó su juventud trabajando en los talleres, y entrando en la edad de la razón, se recibió de Ministro metodista. Fue después nombrado superintendente de las escuelas dominicales de su país natal. En 1864 pasó a Nueva York y trabajo en algunos telares. Al año siguiente se trasladó a Chicago, y desde esa fecha trabajó como jornalero. Ingresó en la Liga Liberal en 1880, donde hizo conocimiento con Spies y Parsons; se declaró socialista y fue uno de los miembros más activos de la Asociación Internacional de los Trabajadores. Era un gran orador y pensador profundo.


Discurso

         (Fielden pronunció un discurso muy extenso, por cuya razón no haremos un extracto tan completo como desearíamos, y aún le daremos forma distinta de la dada a los demás a fin de compendiar mejor cuanto dijo).
         Empezó recitando una poesía del escritor alemán Freiligrath, titulada La Revolución, y se defendió elocuentemente de que se pretendiera acusarle de revolucionario. En cuanto a juzgarle delincuente por profesar las ideas anarquistas, apeló a la constitución del Estado y sobre todo al derecho natural, superior a todas las constituciones, para pensar libremente, y demostró que era un absurdo condenarle por defender la anarquía y la revolución. La historia de todos los pueblos prueba que toda idea nueva fue y es revolucionaria, y que no se mata la idea suprimiendo a los defensores. Descartados estos dos extremos, dice:

         Llegué a los Estados Unidos en 1868. Estuve primero en Ohio y vine a Chicago en 1869. Hay en Chicago bellos monumentos que evidencian un progreso, y es difícil que paséis por una calle donde yo no haya producido algo con mis propias manos. Y por ello he de recordaros que cuando tratasteis de acusarnos lo hicisteis afirmando que nosotros habíamos procurado vivir sin trabajar a costa de las gentes sencillas. El único que después pudo poner en claro este asunto fue Zeller, secretario de la Unión Central Obrera, y cuando se le preguntó si habíamos recibido dinero por hablar y organizar secciones en la Asociación, este hombre, que era traido al proceso para prevenir al pueblo contra nosotros, porque no hay nada que perjudique tanto a un individuo como la prueba de que obra por interés, y es por tanto un mercenario despreciable; cuando llegó el momento, repito, en que este hombre podía declarar la verdad, en que hubiera podido confirmar la acusación, si fuera cierta, cada uno de los que estábais interesados en probarnos aquel hecho os opusisteis a que hablara y aturdisteis la sala con el ruido producido con vuestros zapatos. Nosotros somos juzgados por un jurado que nos cree culpables. Ahora seréis vosotros juzgados por otro jurado que os cree a su vez culpables también.

         Y hablando del socialismo decía:

         Hallándome en un estado o disposición investigadora y habiendo observado que hay algo injusto en nuestro sistema social, asistí a varias reuniones populares y comparé lo que decían los obreros con mis propias observaciones. Yo reconocí que había algo injusto: mis ideas no me hacían comprender el remedio, pero me condujeron a su determinación con la misma energía que me había llevado hacia aquéllas, años atrás. Siempre hay un periodo en la vida individual en que tal o cual sensación simpática es agitada o sacudida por cualquier otra persona. Aun no bien se ha comprendido la idea, y ya se está convencido de la verdad respondiendo a aquella sensación simpática por otro producida. No de otro modo me ocurrió en mis investigaciones sobre la economía política. Sabía cual era el error, la falsedad, mas no conocía el remedio a los males sociales; pero discutiendo y analizando las cosas y examinando los remedios puestos en boga actualmente, hubo quien me dijo que el socialismo significaba la igualdad de condiciones, y esta fue la enseñanza. Comprendí en seguida aquella verdad, y desde entonces fui socialista. Aprendí cada vez más y más; reconocí la medicina para combatir los males sociales, y como me juzgaba con derecho para propagarla, la propagué. La constitución de los Estados Unidos cuando dice: El derecho a la libre emisión del pensamiento no puede ser negado da a cada ciudadano, reconoce a cada individuo el derecho a expresar sus pensamientos. Yo he invocado los principios del socialismo y de la economía social, y ¿por esta y sólo por esta razón me hallo aquí y soy condenado a muerte? ¿Qué es el socialismo? ¿Es tomar alguno la propiedad de otro? ¿Es eso lo que el socialismo significa en la acepción vulgar de la palabra? No. Si yo contestara a esta pregunta tan brevemente como los adversarios del socialismo, diría que este impide a cualquiera apoderarse de lo que no es suyo.

         El socialismo es la igualdad; el socialismo reconoce el hecho de que nadie socialmente es responsable de lo que es; de que todos los males sociales son el producto de la pobreza; y el socialismo científico demuestra que todos debemos evitar y combatir el mal dondequiera que se encuentre. No hay ningún criminalista que niegue que todo crimen en su origen es el producto de la miseria. Pues bien; se me acusa de excitar las pasiones, se me acusa de incendiario porque he afirmado que la sociedad actual degrada al hombre hasta reducirlo a la categoría de animal. Andad, id a las casas de los pobres, y los veréis amontonados en el menor espacio posible, respirando una atmósfera infernal de enfermedad y muerte. ¿Creéis que estos hombres tienen verdadera conciencia de lo que hacen? De ningún modo. Es el producto de ciertas condiciones, de determinados medios en que han nacido, lo que les obliga a ser lo que son y nada más que lo que son. Os lo podría demostrar aquí con mil ejemplos.

         La cuestión social es una cuestión tan europea como americana. En los grandes centros industriales de los Estados Unidos, el obrero arrastra una vida miserable, la mujer pobre se prostituye para vivir, los niños perecen prematuramente aniquilados por las penosas tareas a que tienen que dedicarse, y una gran parte de los vuestros se empobrece también diariamente. ¿En donde está la diferencia de país a país?

         Habéis traido a los reporteros de la prensa burguesa para probar mi lenguaje revolucionario, y yo os he demostrado que a todas nuestras reuniones han acudido o han podido acudir nuestros adversarios para demostrar la falsedad del socialismo; que a nuestros mitines hemos invitado a los representantes de la prensa, de la industria y del comercio, y que casi siempre han dado la callada por respuesta; y, en resumen, os digo que un reportero es un hombre que no depende de sí mismo, que no es libre, que obra a instigación ajena, y lo mismo puede acusarnos de un crimen que proclamarnos los más virtuosos de todos los hombres. Es más; todas las reuniones convocadas por el Grupo Americano fueron de controversia. Un ciudadano de Washington que aquí vino a combatirnos en 1880, nos ha escrito repetidas veces ofreciéndose a declarar que nuestras reuniones no tenían por objeto excitar al pueblo a la rapiña, como decís vosotros, sino simplemente la discusión de las cuestiones económicas. Veinte testigos más estaban dispuestos a confirmar lo mismo. Esto era en el supuesto de que se nos acusara en aquel sentido. Pero vimos aquí que de lo que se nos acusaba realmente era de anarquistas, y por eso no vinieron aquellos testigos, porque no eran necesarios.

         Defiéndase después Fielden de las acusaciones de conspiración y asesinato, poniendo unas enfrente de otras las declaraciones de los testigos, citando fechas y lugares y probando hasta la saciedad que era un ardiente propagandista de la anarquía, pero no un criminal. Se le acusaba de haber hecho fuego con un revólver a la policía, y probó con los mismos testimonios de los testigos contrarios que era falso; se le acucaba de haber dicho: Ahí vienen los sanguinarios (aludiendo a la policía), cumplid con vuestro deber y yo cumpliré con el mío; y no sólo demostró que no había pronunciado tales palabras sino también que si las hubiera pronunciado no sería suficiente causa para condernale a muerte; se le acusaba de haber dicho: ¡Suprimid la ley!, y a este propósito dijo:

         Recordáis que yo pronuncié estas palabras tomándolas de un discurso de Mr. Foran en el Congreso. Y si es verdad, como dice aquél, que nada se puede hacer por la legislación que se supone favorabie a los intereses comunales, nada más lógico que aquella frase. No se puede legislar sin herir los intereses de algunos; necesariamente la ley ha de favorecer unos intereses y perjudicar a otros. Si, pues, nada se puede conseguir por medio de la legislación y centenares de hombres reciben un sueldo anual por hacer las leyes, es lógico y natural que la gran mayoría, que no recibe ningún favor de la ley, prescinda de ella, así como ésta prescinde de dicha mayoría. No es, por tanto, una frase terrible la pronunciada por mí. Si no hubiese estallado la bomba de Haymarket, no se le ocurriría a nadie seguramente que aquella frase fuese terrorífica ni mucho menos. Además no había necesidad de provocar ningún conflicto la noche del 4, pues el mitin había sido pacífico y el lenguaje de los oradores no pudo ser en modo alguno incendiario.
         Por otra parte, la constitución no define ni determina cuál es el lenguaje revolucionario y cuál no, y por tanto, no puede condenar este o el otro. Pero si determinara, ¿nos hacéis tan tontos que no lo tuviéramos en cuenta?

         Interrumpido el discurso de Fielden por suspenderse la sesión, lo reanudó a las dos de la tarde, insistiendo en sus apreciaciones acerca de las leyes y analizando minuciosamente los sucesos de Mc. Cormicks, así como la propaganda revolucíonaria de todos los tiempos y de todas las ideas en conexión con la propaganda hecha por los anarquistas. Y concluyó con un elocuentísimo periodo cuyos párrafos principales son los siguientes:

         Si me juzgáis convicto por haber propagado el socialismo, y yo no lo niego, entonces ahorcadme por decir la verdad ...

         ... Si queréis mi vida por invocar los principios del socialismo y de la anarquia, como yo entiendo y creo honradamente que los he invocado en favor de la humanidad, os la doy contento y creo que el precio es insignificante ante los resultados grandiosos de nuestro sacrificio ...

         ... Yo amo a mis hermanos los trabajadores como a mi mismo. Yo odio la tiranía, la maldad y la injusticia. El siglo XIX comete el crimen de ahorcar a sus mejores amigos. No tardará en sonar la hora del arrepentimiento. Hoy el sol brilla para la humanidad; pero puesto que para nosotros no puede iluminar más dichosos días, me considero feliz al morir, sobre todo si mi muerte puede adelantar un sólo minuto la llegada del venturoso día en que aquél alumbre mejor para los trabajadores. Yo creo que llegará un tiempo en que sobre las ruinas de la corrupción se levantará la esplendorosa mañana del mundo emancipado, libre de todas las maldades, de todos los monstruosos anacronismos de nuestra época y de nuestras caducas instituciones.

         Del discurso de Fielden puede decirse que fue el análisis minucioso de la burda comedia preparada por los Bonfield, Grinnell y otros de su calaña.





XII

Alberto R. Parsons
(Nota biográfica)

        
         Nació en Montgomery, Arkanzas (Estados Unidos) en 1848. Sus padres murieron siendo él muy joven, y su hermano W. R. Parsons, que era General en el ejército confederado, pasó a Texas, llevándose consigo a su hermano Alberto. Allí recibió su educación en los colegios de Waco. Después aprendió a imprimir en el periódico Galveston News, y cuando estalló la guerra se fugó de casa de su hermano e ingresó en un Cuerpo de Artillería del ejército confederado. Poco tiempo después sirvió bajo las órdenes de su hermano, recibiendo señaladas distinciones por sus heroicidades.
         Después de la guerra fue editor del periódico El Espectador, en Waco. Con gran disgusto de su hermano se hizo republicano, en cuyo partido figuró en primera fila. Ocupó dos veces puestos importantes en el gobierno federal de Austin y fue secretario del Senado del Estado de Texas. En Chicago trabajó algún tiempo en varias imprentas y se hizo un agitador temible entre las clases trabajadoras. Por sus méritos, fue nombrado maestro obrero del distrito 24 de los Caballeros del Trabajo y presidente de las asambleas de oficio, cargo que desempeñó tres años consecutivos. En 1879 fue nombrado candidato para la presidencia de los Estados Unidos por el Partido Socialista, lo que renunció por no tener los 35 años que pide la Constitución. En 1883 contribuyó a formar el programa de la Asociación Internacional de los Trabajadores en el Congreso de Pittsburg. Fue elegido candidato a la Concejería de Chicago varias veces; y finalmente, en 1884 fundó el periódico La Alarma, órgano del Grupo Americano. Desde esa época, sus continuos servicios a la organización y su actividad incansable, como asimismo su palabra fluída y convincente, hicieron de Alberto R. Parsons una de las más importantes figuras que descollaban entre la pléyade de trabajadores ilustrados que dirigen el movimiento obrero en Norteamérica.



Discurso


         La oración admirable de Parsons duró ocho horas, dos el día 8 y seis el día 9 de octubre de 1886. Como quiera que la sala se negó repetidas veces a conceder algún descanso al orador, faltóle a éste en ocasiones la memoria a causa de la postración física en que se hallaba. La sala dio también muestras de su impaciencia, contrariada por la firmeza y elocuencia razonadora de Parsons. Este, aun a costa de su salud, propúsose no dejar en pie ni una sola de las acusaciones del ministerio fiscal y de los testigos, y lo consiguió cumplidamente.

         Me preguntáis -comenzó diciendo- por qué razones no debe serme aplicada la pena de muerte, o lo que es lo mismo, ¿qué fundamentos hay para concederme una nueva prueba de mi inocencia? Yo os contesto y os digo que vuestro veredicto es el veredicto de la pasión, engendrado por la pasión, alimentado por la pasión y realizado, en fin, por la pasión de la ciudad de Chicago. Por este motivo, yo reclamo la suspensión de la sentencia y una nueva prueba inmediata. Esta es tan sólo una de las muchas razones que para ello tengo. ¿Y qué es la pasión? Es la suspensión de la razón, de los elementos de discernimiento, de reflexión y de justicia necesarios para llegar al conocimiento de la verdad. No podéis negar que vuestra sentencia es el resultado del odio de la prensa burguesa, de los monopolizadores del capital, de los explotadores del trabajo ...

         En los veinte años pasados, mi vida ha estado completamente identificada con el movimiento obrero en América, en el que tomé siempre una participación activa. Conozco, por tanto, este movimiento perfectamente, y cuanto de él diga en relación con este proceso no será más que la verdad, toda la verdad de los hechos.

         Hay en los Estados Unidos, según el censo de 1880. dieciseis millones doscientos mil jornaleros. Estos son los que por su industria crean toda la riqueza de este país ...

         El jornalero es aquel que vive de un salario y no tiene otros medios de subsistencia que la venta de su trabajo hora por hora, día por día, año por año. Su trabajo es toda su propiedad; no posee más que su fuerza y sus manos. De aquellos diez millones de jornaleros sólo nueve millones son hombres; los demás son mujeres y niños. Si calculamos ahora que cada familia se compone de cinco personas, aquellos nueve millones de obreros representan cuarenta y cinco millones de individuos de toda nuestra población. Pues bien; toda esta gente que es la que crea la riqueza, como ya he dicho, depende en absoluto de la clase adinerada, de los propietarios.

         Ahora bien, señores; yo como trabajador he expuesto los que creía justos clamores de la clase obrera, he defendido su derecho a la libertad y a disponer del trabajo y de los frutos del trabajo como le acomode. Me preguntáis por qué no debo ser ejecutado, y entiendo que esta pregunta implica también que deseáis saber por qué existe en este país una clase de gente que apela a vosotros para que no nos concedáis una nueva prueba. Yo creo que los representantes de los millonarios de Chicago organizados, que los representantes de la llamada Asociación de los ciudadanos de Chicago os reclama nuestra inmediata extinción por medio de una muerte ignominiosa.

         Ellos de una parte y nosotros de otra. Vosotros os levantáis en medio representando la justicia. ¿Y qué justicia es la vuestra que lleva a la horca a hombres que no se les ha probado ningún delito ...?

         Este proceso se ha iniciado y se ha seguido contra nosotros; inspirado por los capitalistas, por los que creen que el pueblo no tiene más que un derecho y un deber, el de la obediencia. Ellos han dirigido el proceso hasta este momento, y como ha dicho muy bien Fielden, se nos ha acusado ostensiblemente de asesinos y se acaba por condenarnos como anarquistas ...

         ... Pues bien: yo soy anarquista. ¿Qué es el socialismo o la anarquía? Brevemente definido, es el derecho de los productores al uso libre e igual de los instrumentos de trabajo y el derecho al producto de su labor. Tal es el socialismo. La historia de la humanidad es progresiva; es, al mismo tiempo, evolucionista y revolucionaria. La línea divisoria entre la evolución y la revolución jamás ha podido ser determinada. Evolución y revolución son sinónimos. La evolución es el periodo de incubación revolucionaria. El nacimiento es una revolución; su proceso de desarrollo, la evolución.

         Primitivamente la tierra y los demás medios de vida pertenecian en común a todos los hombres. Luego se produjo un cambio por medio de la violencia, del robo y de la guerra. Más tarde la sociedad se dividió en dos clases: amos y esclavos. Después vino el sistema feudal y la servidumbre. Con el descubrimiento de América se transformó la vida comercial de Europa, y a la abolición de la servidumbre siguió el sistema del salario. El proletariado nació en la Revolución francesa de 1789 y 1793. Entonces fue cuando por primera vez se proclamó en Europa la libertad civil y política.

         Con una simple hojeada a la historia se ve que el siglo XVI fue el siglo de la lucha por la libertad religiosa y de conciencia, esto es, la libertad del pensamiento; que los siglos XVII y XVIII fueron el prólogo de la gran Revolución francesa, que al proclamar la República instituyó el derecho a la libertad política; y hoy, siguiendo las leyes eternas del proceso y de la lógica, la lucha es puramente económica e industrial y tiende a la supresión del proletariado, de la miseria, del hambre y de la ignorancia. Nosotros somos aquí los representantes de esa clase próxima a emanciparse, y no porque nos ahorquéis dejará de verificarse el inevitable progreso de la humanidad.

         ¿Qué es la cuestión social? No es un asunto de sentimiento, no es una cuestión religiosa, no es un problema político; es un hecho económico externo, un hecho evidente e innegable. Tiene, sí, sus aspectos emocionales religiosos y políticos; pero la cuestión es, en su totalidad, una cuestión de pan, de lo que diariamente necesitamos para vivir. Tiene sus bases científicas, y yo voy a exponeros, según los mejores autores, los fundamentos del socialismo. El capital, capital artificial es el sobrante acumulado del trabajo, es el producto del trabajo. La función del capital se reduce actualmente a apropiarse y confiscar para su uso exclusivo y su beneficio el sobrante del trabajo de los que crean toda la riqueza.

         El capital es el privilegio de unos cuantos y no puede existir sin una mayoría cuyo modo de vida consiste en vender su trabajo a los capitalistas. El sistema capitalista está amparado por la ley, y de hecho la ley y el capital son una misma cosa. ¿Y qué es el trabajo? El trabajo es un ejercicio por el cual se paga un precio llamado salario. El que lo ejecuta, el obrero, lo vende, para vivir, a los poseedores del capital. El trabajo es la expresión de la energía y del poder productor. Esta energía y este poder han de venderse a otra persona, y en esa venta consiste el único medio de existencia para el obrero. Lo único que posee y que en realidad produce para sí es el jornal. Las sedas, los palacios, las joyas, son para otros. El sobrante de su trabajo no se le paga; pasa íntegro a los acaparadores del capital.

         ¡Ese es vuestro sistema capitalista!

         Suspendida la sesión, tuvo Parsons que interrumpir su discurso. Lo reanudó a las diez de la mañana siguiente, haciendo un resumen de sus principales puntos de vista y examinando varios extremos del proceso.

         En su propia defensa dijo, entre otras cosas, lo siguiente:

         Yo no he violado ninguna ley de este país. Ni yo ni mis compañeros hemos abusado de los derechos de todo ciudadano de esta República. Nosotros hemos hecho uso del derecho constitucional a la propia defensa, nos hemos opuesto a que se arrebataran al pueblo americano aquellos derechos. Pero los que nos han procesado imaginan que nos han vencido porque se proponen ahorcar a siete hombres, siete hombres a quienes se quiere exterminar violando la ley, porque defienden sus inalienables derechos: porque apelan al derecho de la libre emisión del pensamiento y lo ejercitan, porque luchan en defensa propia. ¿Creéis, señores, que cuando nuestros cadáveres hayan sido arrojados al montón se habrá acabado todo? ¿Creéis que la guerra social se acabará estrangulándonos bárbaramente? ¡Ah no! Sobre vuestro veredicto quedará el del pueblo americano y el del mundo entero para demostraros vuestra injusticia y las injusticias sociales que nos llevan al cadalso; quedará el veredicto popular para decir que la guerra social no ha terminado por tan poca cosa.

         La policía está armada con los fusiles modernos de Winchester y las organizaciones obreras carecen por completo de medios de defensa. Un fusil de aquellos cuesta 18 duros, y nosotros no podemos comprarlos a tal precio. ¿Qué deben hacer los trabajadores?

         Una bomba de dinamita cuesta treinta céntimos y puede ser preparada por cualquiera. El fusil Winchester cuesta 18 duros. La diferencia es considerable. ¿Soy culpable por decir esto? ¿He de ser ahorcado por ello? ¿Qué es lo que yo he hecho? Buscad a los que han inventado esas cosas y ahorcadlos también. El General Sheridan ha dicho en el Congreso que la dinamita había sido un descubrimiento formidable que igualaba todas las fuerzas y que en las luchas que en lo futuro mantendrán las clases obreras podrán apelar a ella para hacer inútiles todos los ejércitos. Yo no he hecho más que citar sus palabras. ¿Y por esto se me acusa y se me condena?

         Se me ha llamado aqui dinamitero. ¿Por qué?

         El fusil ha sido un descubrimiento que ha democratizado al mundo, poniendo al pueblo en condiciones de luchar con los aristócratas y los poderosos. Hoy la dinamita realiza el mismo fenómeno porque implica la difusión del poder, porque hace a todos iguales. Los ejércitos y la policia no significan nada ante la dinamita. Nada pueden contra el pueblo. Así se disemina la fuerza y se establece el equilibrio. La fuerza es la ley del universo; la fuerza es la ley de la Naturaleza, y esta nueva fuerza descubierta hace a todos los hombres iguales, y por tanto libres ...

         (Muchas ilusiones se hacían entonces los propagandistas acerca del valor de este medio de lucha. No es sorprendente, porque las mismas gentes de orden, véase el General Sheridan, se lo daba también. La realidad echa por tierra tales ilusiones, y por si no fuera ello bastante, hace muy poco ha podido verse cómo los Estados, la fuerza organizada, apela a la melinita contra cualquier rebeldía que se le resista. No es necesario que saquemos la consecuencia.)

         Ya he probado cómo fui al mitin de Haymarket sin plan previo y solicitado a última hora por mis amigos.

         Ya sabéis que me acompañaron mi esposa, Miss Holmes, otras dos señoritas más y mis dos niños. Y ahora pregunto: ¿es posible que en tales circunstancias y en tales condiciones acudiese a un lugar donde se hubiese de desarrollar la trama de un complot para arrojar bombas de dinamita? Esto es increíble; está fuera de la naturaleza humana creer en la posibilidad de un hecho tan monstruoso ...

         Parsons termina su discurso con la relación del noble rasgo que le llevó a compartir las penas impuestas a sus camaradas:

         Cuando vi que se había fijado el día de la vista de este proceso, juzgándome inocente y sintiendo asimismo que mi deber era estar al lado de mis compañeros y subir con ellos, si era preciso, al cadalso; que mi deber era también defender los derechos de los trabajadores y la causa de la libertad y combatír la opresión, regresé sin vacilar a esta ciudad. ¿Cómo volví? Esto es interesante, pero me falta tiempo para explicarlo. Fui desde Wankesha a Milwaukee, tomé el tren de Saint-Paúl en la estación de este último punto, por la mañana, y llegué a Chicago a eso de las ocho y media. Me diriji a casa de mi amiga Miss Ames, en la calle de Morgan. Hice venir a mí esposa y conversé con ella algún tiempo. Mandé aviso al Capitán Blanck que estaba aquí pronto a presentarme y constituirme preso. Me contestó que estaba dispuesto a recibirme. Vine y le encontré a la puerta de este edificio, subimos juntos y comparecí ante este tribunal.

         Sólo tengo que añadir: aun en este momento no tengo por qué arrepentirme.

         Si Parsons fue noble al presentarse espontáneamente a las autoridades de Chicago, nada hay comparable a sus últimas palabras:

         Aun en este momento, no tengo por qué arrepentirme.


XIII


Carta de Pedro Kropotkin


         Como documento de verdadero interés, reproducimos la siguiente carta de Pedro Kropotkin:

         Señor editor del New York Herald

         La sentencia de Chicago indica que el conflicto está tomando en América una proporción más aguda y un giro más brutal que jamás lo tuvo en Europa. Las primeras páginas de esta historia empiezan con un acto de represalias del peor género. Una buena dosis de venganza, pero ningún hecho concreto, es todo lo que se infiere del proceso de Chicago.

         He leído con atención los datos de la causa; he pesado con detenimiento los indicios y la evidencia, y no titubeo en asegurar que semejante sentencia sólo puede hallarse en Europa después de las represalias llevadas a término por los Consejos de guerra a raíz de la derrota de la Commune de París, en 1871, el terror blanco de la restauración borbónica de 1815, se queda muy atrás.

         Estoy completamente conforme con las misivas dirigidas al embajador americano por el Ayuntamiento de París y el Consejo general del Sena en favor de los anarquistas sentenciados. Pero el tribunal de Chicago no tiene la excusa que tenían los consejos de guerra de Versalles, a saber: la excitación de las pasiones producida por una guerra civil después de una gran derrota nacional.

         Es evidente, por de pronto, que ninguno de los siete acusados ha arrojado bomba alguna. Está por demás probado que algunos ya se habían marchado al cargar furiosamente la policía sobre la multitud. Todavía más: el fiscal no sostiene que la bomba fue arrojada por cualquiera de los siete acusados, puesto que de ese hecho acusa a otra persona que no está bajo la acción de la justicia.

         Sólo Spies es acusado de haber entregado una mecha para poner fuego a la bomba, pero el único hombre que de ello da testimonio es un tal Gilmer, cuya mala reputación es bien sabida y cuya costumbre de mentir ha sido afirmada por diez personas que habían vivido con él. Además el mismo Gilmer declara haber recibido dinero de la policía.
         Después de los sucesos de Haymarket, los cuerpos colegisladores de Illinois promulgaron una ley contra los dinamiteros y están ahora a punto de promulgar otra contra toda clase de conspiradores. Según esta última ley, cualquier acto relacionado con la fabricación de bombas, aunque tenga fines legales, será considerado como criminal. Acaba, pues, de ser destruido uno de los principales articulos de la Constitución. Según reza la futura ley, cualquier incidente que dé por resultado un acto ilegal, será también considerado como delito.

         No hace falta probar que la persona que comete un acto ilegal puede haber leído artículos o escuchado discursos que aconsejaban cometerlo, y así ahora todos esos artículos y discursos serán responsables de dicho acto. Queda virtualmente suprimida la libertad de hablar y de escribir. Del mismo modo la ley francesa reconoce una relación directa entre la excitación por medio de la palabra, hablada o escrita y el acto ejecutado.

         La nueva ley del Illinois me interesa poco en sí misma y sólo deseo que conste lo siguiente: Siete anarquistas de Chicago han sido condenados a muerte gracias a un simulacro de la ley que aún no lo era en 1886, cuando se cometieron los hechos de que se les acusa. La referida ley fue propuesta con el propósito de ser aplicada en el proceso de Chicago, y su primer efecto será matar a siete anarquistas.

         Soy de usted afectísimo.

         P. Kropotkin



XIV

La espera carcelaria de los mártires


         Los datos que anteceden y los discursos extractados prueban que los sentenciados eran, además de trabajadores activos y de generosos sentimientos, hombres de superior inteligencia. A pesar de la situación difícil en que los colocaron los tribunales, a pesar de las calumnias sembradas por los capitalistas de Chicago, aquellos hombres impresionaron vivamente a las gentes de nobles corazones, inspiraron respeto a los enemigos y amor a las mujeres.

         Nina Van Zandt, rica heredera, se enamoró de Spies a los pocos días de sentarse éste en el banquillo de los acusados, y posteriormente se casó con él por poderes, sin tener más consuelo que verle detrás de los barrotes de su celda. Eda Muller es otra joven, hermosa y elegante, que se enamoró de Lingg, el más gallardo de todos los prisioneros. He aquí el prefacio que Nina Van Zandt, ha puesto a la autobiografía de Spies:

         En las páginas que siguen presento un croquis autobiográfico de Augusto Spies, incluyendo su discurso ante el tribunal y una colección de notas y cartas que me dirigió referentes a su prisión. Al publicar estos escritos, sólo me guía el deseo de proporcionar a mis conciudadanos de América los medios para que empiecen a enterarse de la vida, del carácter y de las aspiraciones de un hombre que, en unión de otros, ha ocupado suma atención durante los últimos nueve meses. Cuando hayan leido este folleto podrán formarse opinión exacta de un hombre que ha sido injustamente vilipendiado por la prensa capitalista, y cuya ejecución, así como la de sus compañeros, constituye una de las venganzas más odiosas de los buitres sociales que jamás haya registrado la historia.

         Yo no conocía a ninguno de los acusados, cuando, durante la comedia llamada juicio, entré en la sala de sesiones. No tenía acerca de los presos más noticias que las que traían los diarios; así es que esperaba ver a unos hombres estúpidos, viciosos y de aspecto patibulario. ¡Cuál no fue mi sorpresa al ver que, lejos de corresponder a esta descripción, eran inteligentes, bondadosos y de aspecto simpático! Empecé a interesarme y comprendí muy pronto que los señores del tribunal, la policía y los agentes de seguridad procuraban que fuesen condenados aquellos hombres no por haber cometido crimen alguno, pero sí por haber tenido participación en el movimiento socialista.

         Presa de un sentimiento de horror ante lo que estaba viendo y oyendo, pero animada también por un sentimiento de justicia, resolví colocarme en el sitio de los acusados. Deseosa de mostrarles mis simpatías y de ver en que podía ser útil a esos desventurados, me dirigí, acompañada de mi madre, a la cárcel sombria donde estaban pasando los calurosos meses de verano. Entonces empezaron mis relaciones con Augusto Spies, relaciones que continuaron durante los meses siguientes.

Todas las personas imparciales deben desear que ambas partes sean oídas antes de que pronuncie su fallo la pública opinión. Pues bien; sólo ha sido oída una de las partes, ya que los periódicos se han negado a publicar artículos rectificando muchas de las afirmaciones vertidas en sus columnas. Al presentar este folleto a mis compatriotas abrigo la firme convicción de que harán justicia a los hechos y a las personas. Faltame añadir que sólo cediendo a los ruegos de sus amigos y a los mios ha autorizado Spies la publicación de su autobiografía.

Nina Van Zandt.

         P.D.: Desde que ha empezado a imprimirse este libro, y antes de su terminación, ha ocurrido un incidente que necesita alguna explicación, gracias al carácter especial que ha querido atribuirle una prensa degenerada. Mi simpatía por los acusados hizo germinar en mi corazón un principio de amor por Mr. Spies, y poco después sentía por él una intensa pasión. Como amiga encontraba mil obstáculos a mis visitas; para salvarlos resolvimos que yo declararía ser su novia. Pero pronto supe que sólo las esposas tenían el derecho de ver a sus maridos fuera de los días reglamentarios, y por otra parte nos anunciaron que renunciáramos a vernos en distintos horarios de los marcados en el reglamento. Entonces comprendí que se trataba de privar de mis socorros y de mi compañía a los prisioneros y a mi novio, por cuya pérdida se interesaban muchos; desde entonces Spies y yo resolvímos ser marido y mujer ante la ley. Mis padres no se opusieron a mi casamiento que vino a ser, por lo tanto, un asunto que sólo a dos personas afectaba. Pero una cuadrilla de periodistas, valientes bandidos algunos de ellos, se enfurecíeron y me insultaron cuando nuestro casamiento fue del dominio público. Aunque hubiese cometido el crimen más horrendo, esos cumplidos caballeros no me hubieran maltratado como lo han hecho. Si yo fuera una niña pobre y extranjera no hubieran dicho una palabra. Pero soy una joven americana, de familia rica y distinguida, que ha seguido los impulsos de su corazón, y por eso soy una loca que tengo la cabeza transtornada por las novelas.

         Si me hubiese casado con un viejo vicioso e inválido, pero poseedor de grandes riquezas, esos moralistas me hubieran colmado de alabanzas y muchos de mis hermanos en Jesucristo dirían a sus hijas: Tomadla por ejemplo. He aquí una joven sensible.

         Yo prefiero la censura de esa sociedad moral que no puede comprender un verdadero amor, duplicado por la mancomunidad de ideas y por la desgracia. En cambio me enorgullezco de mis nuevos amigos, que son las personas capaces de apreciar un amor puro y desinteresado.

Nina Van Zandt.


         Como prueba de que los acusados tuvieron el inefable consuelo de ser comprendidos por los suyos, reproducimos la carta que la madre de Lingg dirigió a éste antes de su muerte.

         Dice así:

         Yo también como sabes he luchado duramente para tener pan para tí, para tu hermana y para mí misma, y es tan cierto como ahora existo que después de tu muerte estaré tan orgullosa de tí como lo he estado toda tu vida. Declaro que si yo fuese hombre, hubiese hecho lo mismo que tú.

         Una tía de Lingg que no tenía hijos y amaba a Luis entrañabremente, escribía también:

         Querido Luis: Suceda lo que quiera, aunque sea lo más malo, no te demuestres débil ante esos miserables.

         La esposa de Parsons pronuncio estas su sublimes palabras: Si de mi depende que Alberto pida perdón, que lo ahorquen.

         Algunos periódicos americanos indicaron la especie de que los presos habían caído en un gran desaliento y que estaban arrepentidos de su crimen.

         Las siguientes cartas, muestra elocuente de profundas convicciones y de una energía superior, es el mentis más solemne que puede darse a esa prensa vanal e hipócrita, que falta de toda noción de humanidad, ha aplaudido ahora la ejecución y antes quiso, apuntando la idea del arrepentimiento, demostrar, no tan sólo la cobardía, sino la confesión de crímenes que no existieron sino en la mente de un jurado prevaricador.


Carta de Adolfo Fischer

         Hoy también muchos creen que el inmenso descontento de los trabajadores ha sido provocado por algunos malditos revolucionarios. Los que así habláis, ¿no sabéis leer los signos del tiempo? ¿No véis como se amontonan las nubes en el horizonte social? ¿No sabéis que la dirección de la industria y de los medios de cambio se concentra cada vez en menor número de manos? ¿Que los pequeños capitalistas son devorados por los grandes? ¿Que los créditos, bancos y asociaciones análogas sólo se fundan para generalizar la explotación de los trabajadores? ¿Qué según el régimen actual, a consecuencia del maquinismo cada vez queda mayor número de obreros sin trabajo? ¿Qué en algunas partes de esta inmensa República la mayoría de los agricultores se ve obligada a hipotecar sus tierras para satisfacer la sed de ganancias de las potentes sociedades? En una palabra, ¿que los ricos se hacen cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres? ¿O ignoráis que todos esos males tienen su raíz en las actuales instituciones sociales, que permiten a una parte del género humano fundar su felicidad sobre la de la otra parte, que permite a un hombre esclavizar a sus semejantes?

         En lugar de buscar remedio a esos males e ilustrarse sobre las verdaderas causas del creciente descontento, la clase directiva -valiéndose de la prensa y de la tribuna- calumnia el carácter, las ideas y los proyectos de los reformadores sociales, emplea el rompecabezas y los envía a la cárcel y al cadalso. ¿Dará eso gran resultado? Recuerdo a este propósito las palabras con que Franklin terminaba su folleto Receta para hacer pequeño un Estado grande, dedicado al gobierno inglés en 1776. Creeréis -decía- que todas las quejas son inventadas por algunos demagogos malavenidos con el orden, creéis que con prenderlos y ahorcarlos se tranquilizará todo. ¡Nada de eso! Prended y ahorcad a los agitadores, y la sangre de los mártires hará maravillas para la aceleración de nuestra causa.

         Yo también digo a la clase dominante: Ahorca a los hombres de progreso que, sin ambición personal, han servido a la causa del trabajo y de la humanidad, pero su sangre hará maravillas para la destrucción de la sociedad actual, porque apresurará el advenimiento de una sociedad nueva. Magna est veritas et proevalebit (Grande es la verdad, y la verdad prevalecerá).

Adolfo Fischer


Carta de Luis Lingg

         Amigos y compañeros: Los esfuerzos hechos por nuestros amigos y compañeros en general, y en particular por la sociedad de defensa para apelar al Tribunal Supremo de los Estados Unidos, me imponen el deber de declarar explícitamente mi firme propósito de rechazar todo lo que sea pedir justicia a las autoridades.

         Amigos y compañeros: No seré yo quien crea que se necesita una nueva afirmación del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, representación modelo de inmoralidad capitalista y de tiranía jurídica, para hacer abrir los ojos al pueblo americano, a fin de que vea la justicia que puede esperarse de la gente togada. Si alguno se figura que yo espero que el pueblo americano se levante el día señalado para mi asesinato jurídico, que deseche desde luego semejante ilusión. Tengo, pues, necesidad de combatir la idea errónea, dominante en algunos círculos mal informados, de que nuestros compañeros de Chicago están en el deber de conseguir nuestra libertad por la fuerza. Esto es un verdadero desatino, pues para obtener el triunfo sería necesario que el movimiento fuera general, y esto no es posible cuando se quiere, razón por la cual sería injusto acusar de falta de actividad o sobra de cobardía a nuestros camaradas.

         Tengo el profundo convencimiento de que el sacrificio de mi vida o de las de todos nosotros ha de ayudar más el derrumbamiento del sistema capitalista que una condena temporal impuesta por el Tribunal Supremo.

         Algunos ignorantes o perversos quizá interpreten mi deseo de dar terminada la lucha legal como un reconocimiento indirecto de culpabilidad y falta de fe y de esperanza.

         Compañeros: No es mi ánimo aconsejaros cuál ha de ser vuestra línea de conducta en los días de brutalidad legalizada que se aproximan. Sólo tengo esto que deciros: Sed hombres. Con un viva a la Anarquía, me despido de vosotros: vuestro hermano,

Luis Lingg.



         Otra carta redactada en los mismos términos que esta fue dirigida a los obreros por G. Engel.



Carta de Adolfo Fischer

         Querido amigo Most:

         Ya que no me quedan más de seis días de vida, quiero despedirme de ti. Ya sabrás por los periódicos que cuatro de nosotros han rehusado la gracia, es decir, la conmutación de la sentencia, y piden la libertad o la muerte. La libertad no nos será dada por los gobernantes, queda, pues, la muerte.

         Tú comprenderás, Juan, que el recuerdo de mi querida esposa y de mis tres hijitos me atormenta el corazón, pero ... ¡lejos de mí, tentación! La revolución social tiene necesidad de fuerzas para hacerla marchar: nuestra noble causa tiene necesidad de mártires. Sea, pues. Me siento feliz por dar mi vida en holocausto a nuestra causa común.

         Cuando los pobres jóvenes aldeanos, respondiendo al llamamiento de reyes y emperadores, se prestan voluntariamente a sacrificar su vida sobre el altar de la tiranía por la gracia de Dios, ¿no deben también los combatientes por la libertad verdadera, por la anarquía, dar su vida por el triunfo de nuestros grandes principios?
         Debemos hacer como los indolentes que sólo profesan un principio en tanto que no tienen que arrostrar a nuestros adversarios que los anarquistas saben morir por sus principios, y yo, que he sido fiel a ellos, lo seré hasta la muerte. Te envío mi último saludo.

Adolfo Fischer.

         P. S.: Salud a los compañeros y amigos. Cuidad de que mi familia no perezca en la miseria y de que mis hijos reciban educación. Tu Adolfo.



Carta de Spies, Schwab y Fielden al Gobernador de Illinois

Chicago, Noviembre 3 de 1887.


         Al gobernador del Estado de IIIinois.

         Señor:

         Para que la verdad sea conocida por usted y por el público, representado en su persona, nosotros deseamos declarar que nunca hemos abogado por el empleo de la fuerza sino cuando sea indispensable para defensa propia.

         Por tanto, acusarnos de haber intentado derribar el gobierno y las leyes el dia 4 de mayo de 1886 es falso y absurdo.

         Todo lo que hemos dicho y hecho ha sido público y jamás hemos conspirado ni promovido motines para cometer actos ilegales.

         Aunque no estamos conformes con el presente estado social, en nuestros discursos y en nuestros artículos jamás nos hemos salido de la ley y nuestras manifestaciones se han concretado a poner de relieve las iniquidades de que son víctimas los trabajadores.

         El 4 de mayo, lejos de reunirnos para cometer un crimen, lo hicimos para protestar contra los que se habían cometido por los agentes del gobierno. Nosotros creímos que era nuestro deber, como trabajadores y amantes de la libertad, oponernos al uso de la fuerza, que atacaba sagrados derechos.

         Siempre hemos trabajado por elevar la dignidad humana y por suprimir todo lo que en la sociedad actual conduce al crimen. Al proceder así, ningún interés nos guiaba, y millares de trabajadores reconocen esta verdad.

         Estaremos equivocados en nuestras apreciaciones y tal vez amemos a la humanidad con poca inteligencia; pero la amamos.

         Si la propaganda de nuestras ideas ha llevado al pueblo el convencimiento de que sólo por la fuerza podrá conseguir reformas en la actual organización social, nosotros lo lamentamos; pero no es culpa nuestra, sino de la sociedad, que se muestra sorda a las justas quejas de los oprimidos.

         Nosotros lamentamos la pérdida de vidas de Haymarket, pero también lamentamos las de la fundición de Mc. Cormicks, las de San Luis y las de York Yard de Chicago.

         Respetuosamente vuestros.

         Augusto T. Spies. Miguel Schwab. Samuel Fielden.




Carta de George Engel al Gobernador de Illinois
A M. R. J. Oglesby, gobernador.

         Yo, George Engel, ciudadano de los Estados Unidos y vecino de esta ciudad, condenado a muerte, he sabido que miles de ciudadanos han acudido a vos en súplica de indulto y en demanda de conmutación de la pena impuesta por la prisión perpetua. Yo protesto contra este acto, fundándome en mi plena inocencia; un inocente no tiene por qué pedir perdón, y como yo no aparezco convicto y confeso de haber cometido delito infamante, como no lo estoy del de asesinato o robo, sino que he sido acusado y sentenciado por emitir una idea al amparo de la ley fundamental del Estado, que garantiza el libre ejercicio de todos los derechos civiles y políticos; yo, como hombre primero y como cíudadano después, he hecho uso del derecho constitucional para dar a conocer a mis conciudadanos la opinión que tengo formada acerca del organismo social moderno y los medios que creo prudentes poner en práctica para transformar esa organización viciosa e injusta por otra que satisfaga las aspiraciones de los hombres de mi clase.

         Y como quiera que es un delito infundado e ilusorio el que se me Imputa y los legisladores han prevaricado al interpretar la ley, así como los jueces al imponer la pena, yo, en nombre de los fueros de la humanidad, protesto contra la petición de clemencia, porque mi conciencia tranquila e inalterable me dice que no la necesito.

         Recibid, señor, el testimonio de mi consideración.

George Engel.



         He aquí las últimas cartas de los sentenciados:



Carta de Luis Lingg

Cárcel de Coocar Country, 6 de noviembre 1887.

         Querido Lum. Me pediste ayer una carta para publicarla en The Alarm. Me parece que podrá interesarte la descripción de lo que he pasado y las consecuencías que deduzco.

         Hoy es sábado, día en que los criminales no nos vemos interrumpidos en nuestras celdas, buena razón para acortar el día levantándonos tarde. De modo que a las nueve de la mañana me hallaba aún en brazos de Morfeo, cuando de repente se abrió mi celda. Mientras me frotaba los ojos y desperazaba, me ví fuertemente sujetado por dos hombres de ley que creyeron esta medida prudente a pesar de mi proverbial cobardía (según dijo Grinnell). En menos tiempo del que tardo en decirlo, me encontré fuera de mí celda, donde por fortuna no había señoras que pudieran fijarse en mi desnudez. Se me permitió por fin vestirme y calzarme. Cerca de mí contemplaba a mi bravo amigo Engel, a quien consideraban menos peligroso debido a su reciente indisposición (Se refiere al reciente envenenamiento de Engel, quien tomó una fuerte dosis de láudano para escapar a sus verdugos) y a quíen preguntaban benévolamente si quería dar un paseo por la cárcel.

         En aquel momento tuve ocasión de ver que nuestras celdas eran registradas bajo la dirección de un inspector. Nada encontraron, y a eso de las once nos trasladaron a otras celdas. Después le tocó el turno a Parsons y Fischer, y por fin a Spies, Schwab y Fielden.

         Mi celda esta situada en un recodo, con puertas de hierro, y vigilada por unos carceleros que reciben los encargos que los amigos y parientes mandan a los presos.

         Los compañeros Fischer, Engel y Parsons, tienen sus celdas en el mismo piso que yo. Spies y Fielden ocupan las que tenían antes. Ya ves, querido amigo, como todo está en disconformidad con lo que cuentan tus apreciables colegas de la prensa diaria.

         Gracias a la media luz de mi nueva celda, he podido leer un artículo del Sunday Chattering en que demuestra perfectamente que al ahorcarnos nada ganará la clase dominante. Deduce el articulista que una acción combinada de los condenados podría librarlos de la horca. Si se refiere a una petición de indulto o a otra humillación cualquiera, crea el Chattering que ni yo ni mis compañeros estamos dispuestos a pasar por ello.

         El juez Mc-Allister ya ha declarado, y en eso está conforme con el Chattering, que a pesar de nuestra condena, la sociedad capitalista tendrá que luchar contra el incendio dentro de pocos años. ¿Y quién es ese buen juez? Un burgués de pura raza. ¿Necesito repetir que para lograr nuestras aspiraciones revolucionarias necesitamos, además de hablar y escribir, obrar con energía? Esto significaría desconfianza en mis radicales ideas; ya sabéis de sobra que no podría obrar de otro modo, aunque quisiese.

         El desprecio que siento por el actual sistema de explotación y mi amor desinteresado por la verdadera libertad, me obligan a no pedir ni permitir que pidan por mí ninguna clase de clemencia. Por eso no he querido acceder a la petición de nuestro defensor, que me aconsejaba firmase una petición de indulto, junto con Parsons, Engel y Fischer.

         No pudiendo escapar de la muerte sin faltar a mis príncipíos, ya comprenderás, querido amigo, que espero la muerte con calma y hasta con entusiasmo, pues considero cuán provechosa será a la causa de la anarquía. Comprendo, y conmigo lo comprende todo verdadero anarquista, que nuestra causa es de aquellas que necesitan que haya quien sacrifique su libertad y hasta su vida si es preciso.

         Si he propagado la violencia es porque estoy cansado de que mis hermanos, los trabajadores, sean los únicos explotados, encarcelados y asesinados: la violencia ha de ser la señal de la próxíma revolución. La persistente acumulación de capital bajo el actual sistema de producir no permíte la elevacíón intelectual y económica del pueblo trabajador y tiende desgraciadamente a su degeneración. En realidad, el éxito de las persecuciones de los capitalistas contra los obreros ha deslindado los intereses de clase, como lo prueban los acontecimientos de los dos últimos años. De todo ello deduzco que nuestros gobernantes tienen la intención de aniquilarnos. Si he protestado contra la sentencia, es porque mucha gente, bajo el hipócrita pretexto de compadecernos, nos han hecho responsables de las desgracias ocasionadas por la bomba explosiva, desgracias que no estaba en nuestra mano evitar. Dejad ahora que se ejecute la sentencia, que a cambio de este asesinato de los rehenes, vendrá al final el aniquilamiento de todos los tiranos.

         Ahora, querido compañero Lum, voy a cerrar esta carta, escrita con gran dificultad. Por el aspecto del manuscrito puedes juzgar de las comodidades de que dispongo. Si quieres publicarla, para que quede definida mi posición, es el último favor que te podré agradecer.

         Por fin, te ruego hagas extensivo a mis amigos y compañeros mis cariñosos recuerdos y mi último adiós. En la imposibilidad de volverte a ver, amado amigo, te mando con el corazón un apretado abrazo. Con un viva la anarquía, se despide tu compañero.

Luis Lingg.



Carta de Adolfo Fischer al Gobernador de Illinois

Cárcel de Chicago, 10 de noviembre de 1887.

A M. Oglesby, gobernador de Illinois.

         He sabido que se circulan peticiones pidiéndoos la conmutación de la pena de muerte que el tribunal ha pronunciado contra mí. Ante esa demanda simpática de una parte de la población, declaro que se efectúa sin mi autorización. Como hombre de honor y de conciencia no puedo pedir gracia. No soy criminal y no puedo arrepentirme de lo que no he hecho.

         ¿Pediría perdón por mis principios, por lo que creo justo y bello? Jamás. No soy hipócrita y no puedo intentar que se me perdone ser anarquista; al contrario, la experiencia de los dieciocho últimos meses ha afirmado mis convicciones. Se me pregunta si soy responsable de la muerte de los policías muertos en Haymarket; no responderé a esa pregunta mientras no declaréis que cada abolicionista era responsable de los actos de John Brown. No puedo pedir gracia, ni recibirla, sin perder el derecho a mi propia consideración. Si no puedo obtener justicia, si no puedo ser devuelto a mi familia, prefiero que la sentencia se ejecute. Todo el que esté un poco al corriente de los acontecimientos, debe reconocer que esa sentencia ha sido inspirada en el odio de clases, en la excitación de la opinión pública por una prensa perversa, en el deseo que anima a la clase dominante de reprimir el movimiento socialista. Los partidos interesados niegan esto, y sin embargo no es más que la pura verdad, y estoy persuadido de que las generaciones venideras juzgarán nuestro proceso, nuestra sentencia y nuestra ejecución del mismo modo que hoy juzgamos las crueldades de los siglos pasados: la intolerancia y la preocupacion pretendiendo sofocar las ideas de libertad.

         La historia se repite. En todo tiempo los poderosos han creído que las ideas de progreso se abandonarían con la supresión de algunos agitadores; hoy la burguesía cree detener el movimiento de las reivindicaciones proletarias por el sacrificio de algunos de sus defensores. Pero aunque los obstáculos que se pongan al progreso parezcan insuperables, siempre han sido vencidos, y esta vez no será una excepción de la regla.

         En todas las épocas, cuando la situación del pueblo ha Ilegado a un punto tal que una gran parte se queja de las injusticias existentes, la clase poseedora responde que las censuras son infundadas y atribuye el descontento a la influencia deletérea de ambiciosos agitadores.

Adolfo Fischer.



Carta de Spies al Gobernador de Illinois

Chicago, 6 de noviembre de 1887.

Al gobernador Oglesby

         El hecho de que dos de los acusados han solicitado el indulto y los otros no, creo que no debe influir en vuestra decisión definitiva. Algunos de mis amigos han solicitado la libertad completa. Encontraban que era tan grande la injusticia que se les hacia, que no podían resolverse a pedir la conmutación de su pena por la inmediata, ya que se juzgaban inocentes. En cuanto a mí, no puedo pensar sin indignación en la posición en que se me ha colocado. Téngase en cuenta los hechos que, basados en la mentira, la ficción y la calumnia, ha divulgado la prensa con objeto de desacreditar a una gran parte del pueblo; estos hechos no los puede admitir un hombre honrado, imparcial y justo. Los condenados no han querido colocaros en una situación apurada, y la resolución definitiva queda a vuestra incondicional discreción. Os ruego que no os dejéis influir por la diferente manera de obrar que han tenido unos y otros acusados. Durante el juicio, se ha visto clara y palpablemente el deseo que tenían nuestros perseguidores de matarme a mí, sin necesidad de imponer a mis compañeros tan grave castigo. Todo el mundo tiene la convicción de que nuestros acusadores se hubieran contentado con una sola vida: pues que sea la mía. Grinnell lo ha dicho bien claro. No necesito protestar de mi inocencia. Dejo al juicio de la historia el cuidado de rehabilitarme. Pero a vos os pregunto: Si hay necesidad de sangre, ¿no os basta la mía?

         El fiscal de Cook Country no pide más. Tomadla, pues, tomad mi vida. La cedo gustoso con tal que quede satisfecha vuestra bárbara venganza, y que dejéis vivir a mis queridos compañeros. Yo sé que cada uno de éstos está tan dispuesto a morir como yo, y tal vez más. No es, pues, creyéndoles hacer un favor por lo que hago este sacrificio de mi existencia; lo hago para bien de la humanidad, del progreso y del racional desarrollo de las fuerzas sociales, que han de colocar al mundo a un nivel mucho más elevado y justo. En nombre de las tradiciones de esta nación os aconsejo que no autoricéis el asesinato de siete hombres cuyo único crimen consiste en la convicción de sus ideas y en sus trabajos, que más que a ellos han de aprovechar a la futura generación. Y si el asesinato legal es necesario, contentaos con uno, y pueda mi sola sangre apagar vuestra sed.

A. Spies.

Carta de Parsons


         Soy internacional: mi patriotismo va más allá de las fronteras que limitan una nación: el mundo es mi patria, todos los hombres son mis paisanos Eso es lo que el emblema de la bandera roja significa; ella es el símbolo del trabajo libre, del trabajo emancipado.

         Los trabajadores no tienen patria: en todas partes se ven desheredados; América no es una excepción de la regla.

         Los esclavos del salario son instrumentos que alquilan los ricos en todos los países; en todas partes son parias sociales sin patria ni hogar. Así como crean toda la riqueza, así también riñen todas las batallas, no en provecho propio, sino de sus amos.

         Esta degradación tendrá un término: en el porvenir, los trabajadores sólo pelearán en defensa propia, trabajando sólo para sí y no para otros.

         Todas las evidencias -dice- han demostrado, no mi culpabilidad, sino mi inocencia; he sido convicto de anarquista, no de asesino; me presenté voluntariamente a los tribunales para ser juzgado con imparcialidad; el resultado ha sido un crimen jurídico.

         Los amantes de la justicia están interesados en que se conmute la sentencia por la prisión perpetua; por esto les doy las gracias, pero soy inocente; soy sacrificado por aquellos que dicen: Estos hombres pueden no ser culpables, pero son anarquistas. Estoy dispuesto a morir por mis derechos y por los derechos de mis compañeros, pero rechazaré siempre con energía el ser condenado por falsas y no probadas acusaciones; así es que no puedo aceptar el esfuerzo que se hace para conmutar la sentencia de muerte en la de prisión perpetua.

         Tampoco apruebo ninguna otra apelación ante la ley, porque entre el capital, que es aquí el legal, y los tribunales, la decisión siempre ha de ser a gusto de los que poseen.

         Apelar a ellos sería la humillacíón del esclavo ante el amo que lo tiraniza.

         No supe que era anarquísta hasta que se me llevó a los tribunales; ellos me lo han hecho ver claramente.

         No pido clemencia; sólo quiero justicia.

         Terminaré repitiendo las palabras de Patrick Henry: Dadme la libertad o dadme la muerte.

A. R. Parsons.



         En los anteriores documentos se hecha de ver que entre los sentenciados había desde el más templado socialista hasta el más extremoso anarquista. La situación del socíalismo, genéricamente hablando, era en Norteamérica, por aquella fecha, próximamente la misma que en Europa en los primeros tiempos de la Internacional. En esta asociación no sólo andaban confundidos socialistas, anarquistas y sindicalistas, sino que tambíén las palabras socialismo y anarquía no implicaban diferencia esencial. Al principio, los mismos demócratas socialistas actuales invocaban la anarquía.

         Lo que antes sucedió en Europa, sucedió luego en América.

         Así se explica cierta vaguedad y contradicciones de los procesados en cuanto a las doctrinas se refiere, y así también se comprende cómo tan diversas tendencias coincidieron fácilmente en una acción común. La burguesía y los tribunales americanos tampoco quisieron hacer distingos; a todos condenaron, porque lo que se proponía era aplastar la cabeza a la fiera proletaria.

         Los abogados defensores intentaron que la causa fuese repuesta al estado de sumario. Uno de sus principales fundamentos era la declaración de E. A. Estevens, en que se hacía constar que Otis S. Tabor, reputado comerciante de Chicago y amigo íntimo del alguacil especial Rice, había asegurado que éste le dijera en cierta ocasión que todo estaba preparado convenientemente a fin de constituir un jurado de tal modo que los acusados fueran irremisiblemente llevados a la horca. No obstante esto y los sobrados fundamentos de que disponía dicha defensa, no pudo obtener el cumplimiento de sus generosos deseos.

         Entonces se apeló al Tribunal Supremo de Illinois, pero fue también en vano.

         De todos los países se dirigieron peticiones de conmutación de pena al gobernador de aquel Estado, también inútilmente. El capitalismo había dicho su última palabra.

         La situación de los presos era la siguiente:

         Lingg sabía que iba a morir y se decidió a perecer con sus carceleros antes que dejarse matar como un perro por sus verdugos. En su celda tenía dos bombas, la una redonda y la otra un tubo para gas lleno de dinamita y trozos de hierro, con una cápsula en un extremo. Al menor choque, explotaba la dinamita, envolviendo a víctimas y verdugos en su efecto destructor. Habíase hecho un registro en su celda y nada se pudo descubrir.

         El sábado a la tarde, Engel intentó envenenarse con una botella de láudano que hacía tiempo le había transmitido su mujer, bebiéndose su contenido. El guardián de Engel vióle en la agonía. Se llamó al médico a toda prisa y se le hizo tomar eméticos, obligándole a ir al patio y permanecer en él durante dos horas. Se le volvió a la vida para ahorcarle tres días después.

         Se practicaron entonces nuevos registros, y en la celda de Lingg se encontraron cuatro bombas. Sin embargo, Lingg no se dio por vencido. El domingo escribió una carta altanera burlándose de sus enemigos. Volvióse a registrar su celda y no se halló nada.

         El 10 por la mañana, el vigilante de Lingg vióle encender un cigarro con una bujía, e inmediatamente oyóse una detonación. Lanzáronse en la celda, llena de humo. Lingg hallábase tendido en el suelo, con la cabeza abierta por largas y anchas heridas y las carnes del cuello levantadas, rota la mandíbula y agujerado el cráneo.

         Todavía agonizaba, bañado en sangre. Al cabo de cinco horas de horribles sufrimientos, expiró.
         Se había suicidado con una pequeña cápsula de una pulgada de largo llena de fulminato de mercurio. Un diminuto tubo cubierto con cebo, fácil de ocultar en la palma de la mano, le había dado la muerte. Otros tubos semejantes fueron hallados en su celda. Sin duda estaban destinados a sus compañeros de prisión.

         ¡Era un héroe!

         No han podido ahorcar a Lingg los buitres capitalistas. La memoria de aquel joven vivirá en todos los nobles corazones, recordando cómo un hombre que paga con la vida, sabe burlarse de sus verdugos hasta con la muerte.

         Neebe empezó a cumplir su condena de quince años de reclusión.

         Schwab y Fielden habían sido indultados de la pena de muerte y recluidos a perpetuidad.

         Cuando Fielden y Schwab supieron que les había sido conmutada la pena, la tristeza se apoderó de su ánimo y repitieron que preferían la muerte instantánea a la muerte lenta.

         En la cara de Fischer y Engel no asomó muestra de la más pequeña impresión. Spies declama una enérgica arenga contra los asesinos. Engel conversó toda la noche del día diez con el guardia, contándole historietas y propagándole la anarquía. ¿No teméis la muerte?, preguntaba el guardia. Ya lo véis, respondió Engel. Lo mismo que Fischer, tenía Engel el sentimiento de no haber podido hacer lo que había hecho Lingg. Parsons también conversó toda la noche, y cuando no podía, cantaba o se paseaba.

         Spies rechazó al cura metodista que le envenenaba los últimos momentos de su vida.

         Voy a rogar por vos -dijo el cura.

         Rogad por vos, si creéis útil perder el tiempo en eso -respondió Spies-. Después se puso a escribir y luego a conversar con sus dos guardias nocturnos sobre la anarquía, la lucha social y la farsa de los tribunales.

         Durante este tiempo el ruido de los martillos anunciaba que en el patio estaban levantado el cadalso.

         Todos los acusados han oido perfectamente este ruido -dijo el telégrafo-, pero nadie pareció afectarse.

         Al aproximarse el día todos se durmieron profundamente. Cuando se levantaron se dedicaron a escribir y a responder a los numerosos telegramas que recibieron de muchas partes. Engel, visitado de nuevo por el pastor metodista sostuvo con él una discusión teológica. Fischer contó a su guardián que había soñado con su casa de Alemania y que había vuelto a la edad de la infancia, teniendo en su cerebro todos los recuerdos de la niñez.

         Mientras tanto, se había levantado en el patio cuatro horcas y los verdugos ensayaban la nueva trampa.

         En la cárcel se presentó la esposa de Parsons con sus dos niños y la señorita Holmes.

         Solicitó de todo el mundo una última entrevista con su marido y por todos le fue negada. Entonces, viendo a sus niños ateridos de frío y con lágrimas en los ojos, suplicó que los condujeran a la celda de su padre para que les diera el último beso. ¡También esto le fue negado! Resueltamente penetró en la cárcel gritando: ¡Matadme con él! La respuesta fue encerrar a las dos mujeres y a los niños en una habitación desde donde les dijeron que lo verían pronto.

         Los guardianes de la cárcel intentaron convencer a Miss Holmes de la necesidad de que llevase a su casa a la compañera de Parsons. Y porque protestó y se negó a hacerlo, se le trató brutalmente, encerrando a todos, incluso a los niños, en celdas de piedra, donde permanecieron hasta las tres de la tarde.

         La prensa burguesa dijo que se las había detenido por desacato a la autoridad y por arengar al pueblo, asegurando que se las había tratado muy bien, cuando no se les ofreció ni un vaso de agua y se tuvo la crueldad de anunciarles a las doce próximamente que todo había concluido.

         Entretanto había llegado el momento fatal para los condenados.

         Fischer entonó La Marsellesa y sus compañeros le contestaron desde sus celdas cantando el himno revolucionario.

         A las once y cincuenta minutos se les vino a buscar.

         Los cuatro emprendieron el camino cantando La Marsellesa, que resonó en las calles de Chicago, con fúnebre eco, como la última despedida que daban al mundo los que iban a sacrificar sus vidas en holocausto a la emancipación del proletariado.

         La vista del tétrico patíbulo no conmovió en lo más mínimo el ánimo sereno de Spies, Parsons, Engel y Fischer, que si bien consagraron, a no dudarlo, un recuerdo a sus esposas e hijos, dedicaron su último pensamiento a la causa por ellos tan querida.

         Las últimas palabras pronunciadas por nuestros amigos fueron:

         Spies.- ¡Salud, tiempo en que nuestro silencio será más poderoso que nuestras voces que hoy sofocan con la muerte!

         Fischer.- ¡Hoc die Anarchie!

         Engel.- ¡Hurra por la anarquía!

         Parsons, cuya agonía fue horrorosa, apenas pudo hablar, porque instantáneamente el verdugo apretó el lazo e hizo caer la trampa. Sus últimas palabras fueron estas:

         ¡Dejad que se oiga la voz del pueblo!



XV

Después del crimen

         La burguesía de Chicago descansó tranquila el 11 de noviembre de 1887. Cuatro hombres ahorcados, un suicida y tres ciudadanos en presidio habían satisfecho su odio brutal y su sed de venganza. La anarquia había sido aniquilada.

         Estaba ciego el capitalismo y no vio que el ideal alentaba poderoso en aquella masa de trabajadores que tantas veces habia aplaudido a los mártires, que supo hacer toda clase de sacrificios por arrancar al patíbulo su presa y que se hubiera lanzado resuelta a salvar a los prisioneros si no hubiera sido contenida por las reflexiones de aquellos mismos a quienes se ahorcó como criminales.

         Pocos días después del sacrificio, el pueblo trabajador de Chicago hizo una imponente manifestación de duelo, prueba de que las ideas socialistas no habían muerto.

         Continuaron publicándose en Chicago el Arbeiter Zeitung y The Alarm, editado este último por Dyer D. Lum, amigo íntimo de Parsons.

         Los libros y folletos publicados por las familias y amigos de los mártires son numerosos. Entre ellos figura uno preparado por el mismo Parsons en la cárcel y editado por su esposa con el título La anarquía, su filosofía y sus bases científicas. Este libro tiene en la cubierta las siguientes significativas palabras: Aun después de muerto habla.

         Posteriormente ha editado también la viuda de Parsons un libro muy interesante sobre la vida de Alberto R. Parsons y la historia del movimiento obrero en América. Contiene este libro magníficos grabados, entre ellos los retratos de Alberto R. Parsons, Lucy E. Parsons y de sus dos niños, Lulú Eda y Alberto.

         Asimismo Nina Van Zandt ha editado la autobiografía de Spies.
         Además se han publicado los siguientes folletos:

         Discurso de A. R. Parsons en Haymarket. Hechos referentes a los ocho condenados, Historia concisa del proceso, Los acusados y los acusadores y un gran número de fotografías de los mártires.

         De casi todas estas publicaciones se han hecho tiradas en inglés y en alemán.

         No hablemos de los libros y folletos publicados en otras ciudades de los Estados Unidos y en los demás países del mundo, porque nos faltaría espacio para reseñarlos.

         ¿Pueden, en vista de estos datos, jactarse los capitalistas americanos de haber aniquilado el socialismo y la anarquía, conteniendo el movimiento obrero de aquel país?

         Seguramente no. Han dado, por el contrario, mayor vida a las ideas, más pujanza a la propaganda, matando alguno de los mejores amigos del pueblo. Entre las clases trabajadoras de aquel país se ha extendido la firme convicción de que la República, como las demás formas de gobierno, es tiránica y opresora; de que en todos los sistemas de gobierno, la justicia es una farsa indigna, la libertad y la igualdad, establecidas en las leyes, y estas mismas leyes son un sarcasmo para los que no tienen propiedad, ni hogar, ni patria, ni pan, ni abrigo.

         La hora de expiación llegó bien pronto. La sangre de los asesinos -dice el mismo Grinnell- caerá sobre nosotros y sobre nuestros hijos.

         Un periódico español de Nueva York describía la solemne ceremonia del entierro de los mártires en los siguientes términos:

         Sin que ocurrieran desórdenes, como se temía, verificóse la traslación de los restos de Spies y sus compañeros anarquistas, desde el nicho que ocupaba provisionalmente en el cementerio Waldheim, a la tumba que en el mismo se les ha erigido por suscripción entre sus correligionarios.

         Una gran concurrencia asistió a la fúnebre ceremonla, notándose la presencia de la madre, hermana y vIuda de Sples, la señorita Nina Van Zandt, a quien acompañaban su padre y las mujeres o amigas de los demás anarqulstas ajusticiados, y todas las cuales vestían de riguroso luto.

         Los ataúdes fueron abiertos, apareciendo los cadáveres en estado de perfecta conservación, gracias al embalsamiento. Nina Van Zandt contempló con estoica inmovilidad las pálidas facciones de su amado, no dando señales de debilidad sino hasta después de terminada la ceremonia. La viuda de Parsons se desmayó.

         Diferentes gremios obreros hicieron los honores a los cinco cadáveres; una sociedad coral socialista entonó fúnebre melodía; el Capitán Blank, defensor de los reos, habló en inglés, y otros oradores le sigueron en alemán; y finalmente, fueron cerrados de nuevo los ataúdes y conducidos a la nueva tumba, no sin que antes la viuda de Fischer depositara en la caja de su esposo un retrato de su hijita de dos años, a tiempo que un individuo ponía varios números del Arbeiter Zeitung, el periódico anarquista que dirigía Spies, en el ataúd de Engel.

         Recientemente, después de tres años, el pueblo obrero de Nueva York ha respondido al eco de muerte de Chicago con una imponentísima reunión donde millares y millares de trabajadores, menospreciando los alardes de fuerza de la policía, se congregaron para rendir un tributo de admiración a nuestros mártires y oír y recoger las valientes oraciones de los propagandistas más decididos de la anarquía.

         A partir del 11 de noviembre de 1887, los principios del socialismo revolucionario han tomado carta de naturaleza en los Estados Unidos. Antes estaban solamente al amparo de unos cuantos grupos que sin cesar propagaban y agitaban a la clase trabajadora. Hoy no hay obrero que no los conozca y que con ellos no simpatice, si no los sigue. Estos hombres condenados por la justicia federal, son glorificados por el pueblo amante de todas las libertades, por los descendientes de Lincoln y Franklin, cuyas palabras, citadas por Fischer, se han justificado esta vez elocuentemente.

         Sí; prended y ahorcad a los agitadores, a los anarquistas, y veréis la maravilla de moverse por un solo deseo a todos los obreros del mundo, y veréis la maravilla de levantarse el gigante del trabajo dispuesto a aplastar al gigante de la explotación.

         Prended y ahorcad, y veréis cuán pronto os arrancará el pueblo vuestros privilegios y vuestros monopolios.

         La terrible tragedia de Chicago es el sangriento anuncio del triunfo definitivo del proletariado.



XVI

Epílogo

Hasta aquí la reseña escrita en 1889


         Nadie habrá olvidado cómo los trabajadores de todo el mundo civilizado respondieron al reto de Chicago. Como dijo un publicista inglés, si bien los tribunales americanos se mostraron sordos a todas las apelaciones en favor de los mártires de Chicago, en cambio no resultó infructuosa la apelación hecha a todos los trabajadores del mundo que se sintieron impulsados por un movimiento de simpatía a realizar la obra iniciada por los compañeros de América.

         Los años siguientes al bárbaro sacrificio, se luchó valientemente; la huelga general ganó las voluntades y cada l° de Mayo se señaló por verdaderas rebeldias populares. Los aldabonazos de la violencia repercutieron terrorificos en diversas naciones. Y a través de este periodo heroico, las ideas de emancipación social han adquirido carta de naturaleza en todos los pueblos de la Tierra. No espantan ya a nadie las ideas socialistas o anarquistas. De ellas andan contagiadas las mismas clases directoras. En sus bibliotecas hay más libros sediciosos que en las casas de los agitadores y de los militantes del obrerismo revolucionario. Y acaso también en los cerebros de aquéllos, más gérmenes de revuelta y de violencia que esperanzas en los corazones proletarios. Ha pasado la época heroica. Se ha falseado el significado del l° de Mayo. Se le ha convertido en un día de ritual, de culto, de idolatría. La liturgia socialista no sabe pasarse sin iconos, sin estandartes, sin procesiones. No importa.
         La superficie apacible oculta la tempestad.

         A la exaltación de los primeros momentos, ha sucedido la calma. Sordamente se está preparando el formidable estallido. En todas partes se ha puesto de nuevo sobre el tapete la huelga general; renace el revolucionarismo de antaño bajo el nombre moderno de acción directiva. Pueblos antes ganados por el formalismo y la rutina, se lanzan ahora a la revuelta. Los malos pastores quedan frecuentemente al descubierto, desobedecidos, engañados, en el más espantoso ridículo. El legalismo es mera apariencia; la disciplina, tan ponderada, una plataforma que no seduce a nadie; la rebelión está en todas partes. Ni aún los espantables agitadores, terror de nuestros meticulosos burgueses, tienen puesto en las nuevas luchas por la emancipación humana. Es el fermento de la independencia individual que se alza ahora poderoso; cada hombre su rey, su dios, su todo.

         En el transcurso de unos pocos años, la rehabilitación de los mártires de Chicago se ha hecho absoluta. No se ha parado mientes en que un nuevo gobernador de Illinois reconoció la inocencia de los condenados y puso en la calle a los presidiarios Neebe, Schwab y Fielden. La rehabilitación legal era innecesaria. Es un síntoma, es un argumento, es una justificación y un alegato; pero no era precisa.

         Las muchedumbres procesan de prisa, juzgan velozmente, y si algunas veces yerran, en general aciertan. La rehabilitación legal llegó tarde. El pueblo, sumariamente, había sentenciado ya. Inútil la sangre derramada entonces; inútil la derramada después; inútil la que aún se derramará. La evolución de las ideas al compás de la evolución de hecho se cumple fatalmente. Estamos mucho más allá de las pretensiones proletarias en 1887. Sin tópicos entusíásticos, sin alardes juveniles, sin ardorosas diatribas, la pujanza del socialismo revolucionario es hoy mayor que nunca.

         Han cambiado las formas, las palabras, acaso los métodos; pero persiste la esencia y de día en día se la ve difundirse, extendiéndose por todos los ámbitos sociales.

         El proceso industrial culmina ahora en los grandes monopolios. Son los políticos, lacayos de los banqueros. Gobiernan el mundo los millonarios. No hay arte, ni ciencia, ni filosofía, ni ética para el capitalismo triunfante. No hay más que mercados, y ante la amenaza proletaria, se da un enorme salto atrás y las naciones se lanzan al bandidaje colonial, al asesinato en masa, al pillaje descarado y a la crueldad inicua. Se juega la última carta.

         También culmina ahora el proceso social en los grandes conglomerados proletarios. Los pastores obreros son arlequines de la burguesía. Gobiernan el mundo las multitudes indisciplinadas. No hay programas, no hay doctrinas, no hay credos para el proletariado vencedor. Hay sindicatos. Y ante la prepotencia capitalista, se quiere dar un salto mortal hacia adelante y las masas se lanzan al motín, a la violencia, a ia revolución en la desesperanza del presente. También se juega la última carta.

         Es el momento histórico en que va a quebrar una civilización. Cuando todo se trastrueca; cuando se vienen abajo con estrépito la moral de la riqueza y la moral del trabajo; cuando naufragan todos los principios y se corresponden todas las filosofías y no quedan en el campo de la vida social más que beligerantes dispuestos al exterminio, es que ha llegado la hora final de una evolución y llama a las puertas del mundo, nueva y profunda transformación de la vida.

         Vamos a empezar de nuevo. Podía haberse previsto. Las señales de los tiempos eran claras y precisas. Pero hay ojos que no ven y oídos que no oyen. Todavía ahora habrá quien no quiera ver ni oír. Todavía ahora habrá, hay, quien está dispuesto a nuevos crímenes. La tragedia de Chicago es un episodio repetido constantemente, que todavía se repetirá. Peor que peor.

         Esta luminosa razón que tanto nos enorgullece, no vale, por lo visto, un comino.

         No hay razón, hay fuerza. Así se quiere; que así sea.  

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SEMANA TRÁGICA

La huelga de los 2.500 trabajadores metalúrgicos había comenzado el 2 de diciembre. No pedían demasiado: jornada de ocho horas, salubridad laboral y un salario justo. Para ese entonces los Vasena habían vendido la fábrica a una empresa inglesa, pero seguían gerenciándola. Los antepasados de Adalbert Kriegar Vasena, ministro de economía de Onganía, se mostraron intransigentes frente a lo que llamaban la “insolencia obrera”. Lo que naturalmente puso más “insolentes” a los trabajadores, que decidieron tomar la fábrica y armar un piquete en la puerta del establecimiento en defensa de sus derechos. El señor Vasena tenía buenas relaciones con el gobierno, particularmente con el señor Melo, que además de ser un notable militante radical cercano a Yrigoyen era a la vez asesor legal de Vasena. Y logró que enviaran rápidamente policías y bomberos para castigar la “insolencia” de los explotados organizados.
Todo comenzó el 7 de enero, a eso de las tres y media de la tarde, con un grupo de huelguistas que había formado un piquete tratando de impedir la llegada de materia prima para la fábrica. En ese momento, los conductores que pasaron por donde estaban los huelguistas, develando su verdadera función, comenzaron a disparar sus armas de fuego contra los trabajadores. Al grupo de rompehuelgas se sumaron inmediatamente las fuerzas policiales que estaban destacadas en la zona desde el comienzo de la huelga. Se vivió un clima de pánico en el barrio, la gente corría a refugiarse donde podía.
Cuando terminó de escucharse el ruido ensordecedor de los balazos el saldo fue elocuente: cuatro muertos. Tres de ellos habían sido baleados en sus casas y uno había perecido a causa de los sablazos propinados por la policía montada, los famosos “cosacos”. Hubo además, más de 30 heridos. Según La Prensafueron disparados más de 2.000 proyectiles por unos 110 policías y bomberos. Sólo tres integrantes de las fuerzas represivas fueron levemente heridos. (…)
La historia oficial no recoge los nombres de los muertos del pueblo. Ellos fueron: Juan Fiorini, argentino, 18 años, soltero, jornalero de la fábrica Bozzalla Hnos., que fue muerto mientras estaba tomando mate en su domicilio de un balazo en la región pectoral; Toribio Barrios, español, 42 años, casado, recolector de basura, muerto en la avenida Alcorta frente al número 3189, de varios sablazos en el cráneo; Santiago Gómez Metrolles, argentino, 32 años, soltero, recolector de basura, de un balazo en el temporal derecho mientras se hallaba en la fonda de avenida Alcorta 3521, de Lázaro Alberti; Miguel Britos, casado, jornalero, muerto a consecuencia también de heridas de bala. Según el propio parte policial que reproduce La Nación, ninguno fue muerto en actitud de combate, ninguno estaba agrediendo a las fuerzas represivas.(…)
Frente a la gravedad de los hechos, uno de los causantes de toda esta tragedia, don Alfredo Vasena, se dignó a reunirse con los delegados gremiales en el Departamento de Policía y les ofreció la reducción de la jornada laboral a 9 horas, un 12 % de aumento de jornales y admisión de cuantos quisieran trabajar. Como la reunión se hizo larga, se decidió continuarla al día siguiente en la propia fábrica. Los obreros llegaron puntualmente a las diez, pero don Vasena se negó a reunirse argumentando que entre los delegados había activistas que no pertenecían a su plantel.
Los obreros armados de cierta paciencia conformaron otra delegación que presentó el pliego de condiciones de los huelguistas: jornada de 8 horas, aumentos de jornales comprendidos entre el 20 y el 40 %, pago de trabajos y horas extraordinarias, readmisión de los obreros despedidos por causas sindicales y abolición del trabajo a destajo. Vasena prometió contestar al día siguiente y, a pedido de los obreros, ordenó que dejaran de circular las chatas de transportes. Pero los hechos se iban a precipitar.

Los muertos que vos matáis
Aquel jueves 9 de enero de 1919 Buenos Aires era una ciudad paralizada. Los negocios habían cerrado, no había espectáculos, ni transporte público, la basura se acumulaba en las esquinas por la huelga de los recolectores, los canillitas habían resuelto vender solamente La Vanguardiay La Protesta, que aquel día titulaba: “El crimen de las fuerzas policiales, embriagadas por el gobierno y Vasena, clama una explosión revolucionaria”. Más allá de las divisiones metodológicas de las centrales obreras, la clase trabajadora de Buenos Aires fue concretando una enorme huelga general de hecho. Los únicos movimientos lo constituían las compactas columnas de trabajadores que se preparaban para enterrar a sus muertos.
Eran hombres, mujeres y niños del pueblo, con sus crespones negros y sus banderas rojas y negras, eran socialistas, anarquistas y sindicalistas revolucionarios que salían a la calle para demostrar que no le tenían miedo a la barbarie “patriótica” de los dueños del país, de los “niños bien” de la “Liga Patriótica Asesina” como ya se la conocía en los ambientes obreros, para dar claro testimonio de que no los asustaban las policías bravas y ahí andaban con su única propiedad, sus hijos, por las calles de aquella Buenos Aires que hacía historia. Lo único que pretendían era homenajeara sus mártires y repudiar la represión estatal y paraestatal. Previsor, el jefe de policía Elpidio González había solicitado y obtenido aquel mismo día del presidente Yrigoyen un decreto que aumentaba en un 20 % el sueldo de los policías a los que les esperaba una dura faena.

Masacre en el cementerio
A eso de las tres de la tarde partió el cortejo fúnebre encabezado por la “autodefensa obrera”, unos cien trabajadores armados con revólveres y carabinas. Detrás, una compacta columna de miles de personas, “el pobrerío” como les gustaba llamarlos a los pitucos. El cortejo enfiló por la calle Corrientes hacia el Cementerio del Oeste (La Chacarita). Al llegar a la altura de Yatay, frente a un templo católico, algunos manifestantes anarquistas comenzaron a gritar consignas anticlericales.
La respuesta no se hizo esperar: dentro del templo estaban apostados policías y bomberos que comenzaron a disparar sobre la multitud cobrándose las primeras víctimas de la jornada. Al paso de la columna por las armerías, éstas eran asaltadas por algunos de los manifestantes que “expropiaban” armas cortas, carabinas y fusiles para “la revolución social”.
Aproximadamente a las 17 horas de aquel 9 de enero la interminable y conmovedora columna obrera llegó a la Chacarita, la gente se fue acomodando como pudo entre las tumbas y comenzaron los discursos de los delegados de la FORA IX. En primera fila estaban los familiares de los muertos. Madres, padres, hijos, hermanos desconsolados y acompañados en el dolor y la necesidad de justicia por miles de personas. Mientras hablaba el dirigente Luis Bernard, surgieron abruptamente detrás de los muros del cementerio miembros de la policía y del ejército que comenzaron a disparar sobre la multitud. Era una emboscada. La gente buscó refugio donde pudo, pero fueron muchos los muertos y los heridos. Los sobrevivientes fueron empujados a sablazos y culatazos hacia la salida del cementerio. Según los diarios, hubo 12 muertos y casi doscientos heridos. La prensa obrera habló de 100 muertos y más de cuatrocientos heridos. Ambas versiones coinciden en que entre las fuerzas militares y policiales no hubo bajas. La impunidad iba en aumento. No había antecedentes de semejante matanza de obreros.
Pese a todo, el pueblo movilizado no se amilanó y siguió en la calle exigiendo justicia y pidiéndoles a sus dirigentes que continuara la huelga general, cosa que efectivamente ocurrió. La agitación seguía, y mientras se producía la masacre de la Chacarita un nutrido grupo de trabajadores rodeó la fábrica Vasena y estuvo a punto de incendiarla. En el interior del edificio se encontraban reunidos Alfredo Vasena, Joaquín Anchorena de la Asociación Nacional del Trabajo y el empresario británico comprador, que ante el devenir de los hechos pidió protección a su embajada, que rápidamente se comunicó con la Casa Rosada desde donde partió el flamante jefe de policía y futuro vicepresidente de Alvear, don Elpidio González, a parlamentar con los obreros y pedirles calma. No era el mejor momento y no fue bien recibido. La comitiva encabezada por el funcionario fue atacada, y el propio auto del jefe de policía fue incendiado por la multitud. González debió volverse en taxi a su despacho, pero envió a un grupo de 100 bomberos y policías armados hasta los dientes que dispararon sin contemplaciones sobre la multitud, provocando —según el propio parte policial— 24 muertos y 60 heridos.
En toda la ciudad se produjeron actos de protesta expresando la indignación de los trabajadores por la acción represiva del Estado. (…)

La Liga Patriótica, asesina
Por aquellos primeros días de 1919 a los miembros “más destacados de la sociedad” les dio un fuerte ataque de paranoia. En su fértil imaginación florecían selváticamente las teorías conspirativas. La Revolución Bolchevique se había producido hacía menos de dos años y el simple recuerdo de los soviets de obreros y campesinos decidiendo el destino de la nación más grande del mundo hacía temblar a los dueños de todo en la Argentina. Había que frenar el torrente revolucionario. Comenzaron a reunirse para presionar al gobierno radical, al que veían como incapaz de llevar adelante una represión como la que ellos deseaban y necesitaban.
Según los jefes las familias más “bien” de la Argentina, se hacía necesario el empleo de una “mano dura” que les recordara a los trabajadores que su lugar en la sociedad viene por el lado de la obediencia y la resignación. Así fue como un grupo de jóvenes de aquellas “mejores familias” se reunieron en la Confitería París y decidieron “patrióticamente” armarse en “defensa propia”. Las reuniones continuaron en los más cómodos salones del “Centro Naval” de Florida y Córdoba, donde fueron cálidamente recibidos por el contralmirante y recontra reaccionario Manuel Domecq García y su colega el contralmirante Eduardo O’Connor, quienes se comprometieron a darle a los ansiosos muchachos instrucción militar. O’Connor dijo aquel 10 de enero de 1919 que Buenos Aires no sería otro Petrogrado e invitaba a la “valiente muchachada” a atacar a los “rusos y catalanes en sus propios barrios si no se atreven a venir al centro”. Los jovencitos “patrióticos” partieron del centro naval con brazaletes con los colores argentinos y armas automáticas generosamente repartidas por Domecq, O’Connor y sus cómplices.
Este grupo inicialmente inorgánico se va a constituir oficialmente como Liga Patriótica Argentina el 16 de enero de 1919. Domecq García ocupó la presidencia en forma provisional hasta abril de 1919, cuando las brigadas eligieron como presidente a Manuel Carlés26 y vice a Pedro Cristophersen. (…)
¿A qué se dedicaban estos ciudadanos preocupados por el orden? Las bandas terroristas armadas que operaban bajo el rótulo de Liga Patriótica Argentina lo hacían con total impunidad y la más absoluta colaboración y complicidad oficiales. Se reunían en las comisarías y allí se les distribuían armas y brazaletes. Desde las sedes policiales partían en coches último modelo manejados por los jovencitos oligarcas, y al grito de “Viva la Patria” se dirigían a las barriadas obreras, a las sedes sindicales, a las bibliotecas obreras, a la sede de los periódicos socialistas y anarquistas para incendiarlos y destruirlos, todo bajo la mirada cómplice de la policía y los bomberos. El barrio judío de Once fue atacado con saña por las bandas patrióticas que se dedicaban a la “caza del ruso”. Allí fueron incendiadas sinagogas y las bibliotecas Avangard y Paole Sión. Los terroristas de la Liga atacaban a los transeúntes, particularmente a los que vestían con algún elemento que determinara su pertenencia a la colectividad. La cobarde agresión no respetó ni edades ni sexos. Los “defensores de la familia y las buenas costumbres” golpeaban con cachiporras y las culatas de sus revólveres a ancianos y arrastraban de los pelos a mujeres y niños.

El triunfo de la huelga
Finalmente el 11 de enero el gobierno radical llegó a un acuerdo con la FORA IX basado en la libertad de los presos que sumaban más de 2.000, un aumento salarial de entre un 20 y un 40 %, según las categorías, el establecimiento de una jornada laboral de nueve horas y la reincorporación de todos los huelguistas despedidos. Poco después las autoridades de la FORA y del Partido Socialista resolvieron la vuelta al trabajo.
El vespertino La Razóntitulaba: “Se terminó la huelga, ahora los poderes públicos deben buscar los promotores de la rebelión, de esa rebelión cuya responsabilidad rechazan la FORA y el PS…”.  Pero el dolor y la conmoción popular continúan. Los trabajadores se muestran renuentes a volver a sus trabajos. En las asambleas sindicales las mociones por continuar la huelga general se suceden. Por su parte, la FORA V se opone terminantemente a levantar la medida de fuerza y decide “continuar el movimiento como forma de protesta contra los crímenes de Estado”.
Finalmente, el jefe del Poder Ejecutivo de facto, general Luis Dellepiane, recibió el martes 14 de enero por separado a las conducciones de las dos FORA y aceptó sus coincidentes condiciones para volver al trabajo que incluían “la supresión de la ostentación de fuerza por las autoridades” y el “respeto del derecho de reunión”. Pero pasando por encima del general, la policía y miembros de la Liga Patriótica se dieron un gusto que venían postergando: saquearon y destruyeron la sede de La Protesta. Esto motivó la amenaza de renuncia de Dellepiane, que fue rechazada al día siguiente por el propio presidente Yrigoyen, quien además ordenó efectivizar la puesta en libertad de todos los detenidos.
Para el jueves 16, Buenos Aires era casi una ciudad normal: circulaban los tranvías, había alimentos en los mercados, y los cines y teatros volvieron a abrir sus puertas. Las tropas fueron retornando a los cuarteles y los trabajadores ferroviarios fueron retomando lentamente los servicios. Recién el lunes 20 los obreros de Vasena, tras comprobar que todas sus reivindicaciones habían sido cumplidas y que no quedaba ningún compañero despedido ni sancionado, decidieron volver a sus puestos de trabajo. (…)
La rebelión social duró exactamente una semana, del 7 al 14 de enero de 1919. La huelga había triunfado a un costo enorme. El precio no lo pusieron los trabajadores sino los dueños del poder, que hicieron del conflicto un caso testigo en su pulseada con el gobierno al que consiguieron presionar en los momentos más graves e imponerle su voluntad represiva.

Muy bien 10 felicitado
No hubo sanciones para las fuerzas represivas, ni siquiera se habló de “errores o excesos”; por el contrario, el gobierno felicitó a los oficiales y a las tropas encargadas de la represión y volvió a hablar de subversión. Por su parte, Dellepiane, el jefe de la represión, dictó la siguiente orden del día: “Quiero llevar al digno y valiente personal que ha cooperado con las fuerzas del ejército y armada en la sofocación del brutal e inicuo estallido, mi palabra más sentida de agradecimiento, al mismo tiempo que el deseo de que los componentes de toda jerarquía de tan nobles instituciones, encargadas de salvaguardar los más sagrados intereses de esta gran metrópoli, sientan palpitar sus pechos únicamente por el impulso de nobles ideales, presentándolos como coraza invulnerable a la incitación malsana con que se quiere disfrazar propósitos inconfesables y cobardes apetitos”.
El embajador de Yrigoyen en Gran Bretaña, Álvarez de Toledo, tranquiliza a los inversores extranjeros en un reportaje concedido al Times de Londres y reproducido por La Nación: “Los recientes conflictos obreros en la República Argentina no fueron más que simple reflejo de una situación común a todos los países y que la aplicación enérgica de la ley de residencia y la deportación de más de doscientos cabecillas bastaron para detener el avance del movimiento, que actualmente está dominado. [Agregó que] la República Argentina reconoce plenamente la deuda de gratitud hacia los capitales extranjeros, y muy especialmente hacia los británicos por la participación que han tenido en el desarrollo del país, y que está dispuesto a ofrecer toda clase de facilidades para otro desarrollo de su actividad”.

Donaciones de almas caritativas
Los sectores más pudientes de la sociedad se mostraron muy agradecidos con los miembros de las fuerzas represivas y quisieron premiarlas con lo único que a ambas partes les interesa a la hora de los homenajes: dinero. Las empresas beneficiadas con la “disciplina social”, las damas de beneficencia y otras entidades “de bien público” iniciaron colectas “pro defensores del orden”. Así lo detalla La Nación: “En el local de la Asociación del Trabajo se reunió ayer la Junta Directiva de la Comisión pro defensores del orden, que preside el contralmirante Domecq García, adoptándose diversas resoluciones de importancia. Se resolvió designar comisiones especiales que tendrán a su cargo la recolección de fondos en la banca, el comercio, la industria, el foro, etc., y se adoptaron diversas disposiciones tendientes a hacer que el óbolo llegue en forma equitativa a todos los hogares de los defensores del orden. […] La empresa del ferrocarril del Oeste ha resuelto contribuir con la suma de 5.000 pesos al fondo de la suscripción nacional promovida a favor de los argentinos que han tenido a su cargo la tarea de restablecer el orden durante los recientes sucesos.
Un grupo de jóvenes radicados en la sección 15 de la policía ha iniciado una colecta entre los vecinos con objeto de entregar una suma de dinero a los agentes pertenecientes a la citada comisaría, con motivo de su actuación en los últimos sucesos”.
“La comisión central pro defensores del orden recibió ayer las siguientes cantidades:

Frigorífico Swift $1.000
Club Francais $500
Eugenio Mattaldi $500
Escalada y Cía. $100
Leng Roberts y Cía. $500
Juan Angel López $200
Matías Errázuriz $500
Horacio Sánchez y Elía $7.000
Jo ckey Club $5.000
Cía. Alemana de electricidad $1.000
Arable King y Cía $100
Elena S. de Gómez. $200
Las Palmas Produce Cía. $1.000
Mac Donald $300
Frigorífico Armour $1.000

Fieras hambrientas
Nadie se acordó de los familiares de los 700 muertos y de los más de 4.000 heridos. Eran gente del pueblo, eran trabajadores, eran, en términos de Carlés, “insolentes” que habían osado defender sus derechos. Para ellos no hubo “suscripciones” ni donaciones para aquellas viudas con sus hijos sumidos en la más absoluta tristeza y pobreza, para los hijos del pueblo no hubo ningún consuelo. La caridad tenía una sola cara. Sólo varios meses después de terminada la represión de aquella Semana Trágica, las damas de caridad y la jerarquía de la Iglesia Católica lanzaron una colecta para reunir fondos para darle limosnas a las familias más necesitadas. Lo hacían evidentemente en defensa propia. Si a alguien le queda alguna duda, he aquí parte del texto de lanzamiento de la Gran Colecta Nacional: “Dime: ¿qué menos podrías hacer si te vieras acosado o acosada por una manada de fieras hambrientas, que echarles pedazos de carne para aplacar el furor y taparles la boca? Los bárbaros ya están a las puertas de Roma”.
Adaptación de Los mitos de la historia argentina III, de Felipe Pigna, Editorial Planeta, 2006